El bochorno en otras navidades

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Por Darío Fritz

La Navidad tiene frío. Así lo impulso la tradición en Occidente, alimentada por europeos y estadounidenses con una carga de simbolismos como la nieve, la estufa, las comidas calientes, los abrigos, el pino, los renos. Esto de que el norte deja caer sobre el sur su parafernalia cultural y económica lleva siglos. Pero la Navidad tiene también mucho de fuego intenso y no se trata del calor que irradia el idílico leño encendido. En el sur global diciembre es verano, y para el verano mejor bermudas y blusas, los cuerpos livianos de comidas que caen como piedras, el agua fresca del mar, la alberca o un manguerazo que mitiguen las altas temperaturas del calentamiento ambiental. Navidad con el hielo en el vaso, sin fuegos artificiales ni abrazos empalagosos.

Cuando niño en el verano del sur, la fiesta navideña tomaba los simbolismos extraños de la nieve adosada al arbolito y luces de colores que allí morían porque nadie se interesaba en decorar su casa para competir con los vecinos en ese festival multicolor de los agraciados con el frío del norte, los cuerpos se liberaban de las ataduras de los suéteres rojos y blancos con sus alusiones friki. Los regalos eran cosa extraña, lo mejor venía en Reyes Magos. Algo de eso ha cambiado también, el sur global tiene rato de tomar como suya algunas costumbres de la otra punta del globo terráqueo, aunque sí, el infierno veraniego se mantiene inalterable, y no da respiro.

Mi padre, pelo en pecho, desenvainaba un cuchillo corto y muy filosos para abrirle el cuello al lechón -cerdo pequeño- o al cordero, mientras con mi madre y hermana sosteníamos sus patas y el animal berreaba moribundo. Lo aprendió de niño entre las cosas cotidianas del campo, como juntar bosta seca del ganado para encender el fuego, y luego nos ponía a quemarnos las manos con agua hirviendo para quitarle el pelaje al cerdo, que como en el caso de las gallinas, era la más detestada de las tareas navideñas. Con el cordero ya era cosa de él y sus habilidades para abrir el cuero de la lana que lo separa del cuerpo. Aquello a las brasas, en uno u otro caso, resultaba común y corriente, naturalmente exquisito, acompañado de comidas frías: ensaladas que nacían en la huerta de la casa, vitel toné y torre de panqueque. Clericó, sidra, unos turrones durísimo, garapiñadas y mantecol -mazapán- cerraban la ceremonia. La brisa corría por puertas y ventanas abiertas de par en par sin que Papá Noel -así se le llama allí- se interesará por percatarse la suntuosidad nutritiva del rito. Los ventiladores crujían al máximo de velocidad. El pesebre, el mismo de siempre -si algo caracteriza la Navidad es la repetición-, que cada año incorporaba alguna astilla nueva, testificaba obligado.

Eran fiestas en soledad. De los cuatro. Por elección propia de mi padre, que en su bonhomía decidió nunca incluir otros parientes más lejanos del pueblo. Con los condimentos necesario y nada más para la fiesta. “Qué bah, una cena más”, minimizaba. En algunos esporádicos casos llegaban los abuelos paternos o tíos -del lado materno nunca hubo simbiosis-, que años antes prefirieron emigrar a quedarse en esas tierras pródigas, de sol quemante y noches de estrellas incontables. Con el tiempo ayudó a modificarla y darle un golpe de alegría la incorporación del nuevo jefe de la estación del ferrocarril, una amistad que traspasó décadas, aunada por la hermandad que alcanzamos los dos hijos varones de ambas familias.

Aquellas navidades en corto han perdurado, ahora con otros integrantes. Salir a otro país trae la exclusión del pasado. Primero navidades de amistades, luego de familias que se construyen. Con más colores y fríos, ahora sí. Los del norte global. La Navidad de calores tropicales del sur se perdió, el tiempo obliga a cambiar las páginas de la rutina, y de aquellos diciembres de la niñez y adolescencia solo quedan lo que la memoria edita, colorea, emperifolla, mezcla cemento con arco iris, hace lo necesario para que la historia funciones, a decir de María Gainza, porque ni la fotografía dejó testimonio. Regresar a aquella casa, a aquel pueblo, es volver al vacío. Nada de esos días lo habita ahora. Las navidades son hoy las del norte, las del frío sin nieve, los suéteres frikis y las competencias de adornos coloridos.  Las que usted disfruta.