Por Carlos Tercero
El 2025 fue un año de definiciones para México, marcado por una agenda nacional que avanzó entre algunos cambios favorables y tensiones persistentes derivadas de la sobrerreacción política. Todo ello ocurrió en un contexto internacional convulso, comenzando por la relación bilateral con nuestro principal socio comercial, que en reiteradas ocasiones obligó a recalibrar el rumbo más por coyuntura que por planeación estratégica. La política estuvo en el centro de la agenda pública, no siempre para imponer orden, sino para administrar inercias, conflictos y expectativas acumuladas.
En el plano interno, el país transitó el año con una narrativa pública dominada por la continuidad. La nueva administración federal buscó consolidarse mediante la implementación de su agenda de desarrollo de largo plazo, en particular a través del Plan Nacional de Desarrollo 2025-2030, mientras enfrentaba un entorno económico desafiante. El equilibrio entre crecimiento, bienestar social y estabilidad fiscal fue una constante, en medio de un crecimiento moderado, cercano al estancamiento, frente a presiones inflacionarias. A ello se sumaron el debate sobre el salario mínimo, la inversión productiva y la necesidad de fortalecer la economía mediante infraestructura y políticas sociales orientadas al empleo, la salud, la seguridad y en general, el bienestar social.
La política energética, más allá de los debates técnicos, se vivió como un asunto de identidad. La defensa del control estatal fue interpretada por algunos sectores como garantía de soberanía y, por otros, como una resistencia al cambio. En el ámbito social, la discusión dejó de centrarse en modelos energéticos para convertirse en una disputa simbólica entre pasado y futuro, entre protección y modernización. La ausencia de definiciones claras no solo impactó al sector productivo; también reforzó la percepción de que las decisiones estratégicas continúan atrapadas en lógicas políticas de corto plazo.
El nearshoring se mantuvo en el discurso público más como promesa que como una realidad plenamente aterrizada. Su materialización fue desigual: en algunas regiones generó expectativas de empleo y desarrollo, mientras que en otras apenas se percibió como un concepto lejano, ajeno a la vida cotidiana, brecha que dificulta traducir las oportunidades macroeconómicas en bienestar tangible y profundiza la desconexión entre política económica y política social.
En materia de seguridad, 2025 mantuvo una constante que ya no sorprende, pero que sigue pesando significativamente en la vida diaria. La percepción social estuvo marcada por la normalización de la violencia y por una ciudadanía que adapta rutinas y decisiones a un entorno de riesgo persistente. Al mismo tiempo, la política pública ha buscado no solo administrar el problema, sino atender algunas de sus causas estructurales, con avances que han sido reconocidos incluso a nivel internacional en uno de los temas más sensibles de la agenda nacional.
En cuanto a innovación y digitalización, el año mostró avances relevantes, aunque aún insuficientes para cerrar brechas, pues amplios sectores continúan enfrentando limitaciones de acceso, formación y oportunidades; realidad que impacta especialmente a las juventudes, para quienes la movilidad social no puede ni debe quedar confinada a la retórica del futuro.
En el terreno político, 2025 fue un año de reacomodos sin grandes rupturas, pero con señales claras de desgaste en la conversación pública. La polarización continuó siendo un recurso eficaz para movilizar voluntades, aunque cada vez menos funcional para construir acuerdos. La política se vivió más como confrontación narrativa que como espacio de deliberación colectiva, alimentando una esfera pública reactiva y con escasa vocación propositiva.
El balance del año deja amplios márgenes de oportunidad. México no enfrenta una crisis inmediata, pero sí una acumulación de pendientes que no admite complacencia. La estabilidad política ha contenido tensiones, pero necesita trascender hacia la resolución de problemas de fondo. De cara a 2026, el desafío no será solo económico; será, ante todo, político. Recuperar la capacidad de decisión estratégica, reconectar los temas de la agenda nacional con el progreso social y transformar el conflicto en motor de acuerdos será clave para evitar que la inercia termine imponiéndose al rumbo.
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