El autoengaño: del Pueblo al pueblo en la 4T

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Por Alberto J. Olvera

El pasado sábado 6 de diciembre, el gobierno de Claudia Sheinbaum organizó una enorme concentración en el zócalo de la capital del país. Esta vez estuvo libre de barreras protectoras de palacio y ausente de provocadores del “bloque negro”, quienes sólo aparecen en las marchas de la oposición para provocar violencia, caos y deslegitimar la protesta. La concentración, en apariencia celebratoria de “siete años de gobierno de la 4T”, se planteó en realidad como un “desagravio” a la presidenta, quien se considera insultada por las manifestaciones del 15 de noviembre pasado y por el surgimiento de múltiples protestas sociales en todo el país, antes y después del 15N.

Las recientes movilizaciones disputan la narrativa populista del pueblo unitario, que no puede ser convocado mas que por su líder, la presidenta. La gran concentración oficial, sin embargo, no fue mas que un autoengaño. ¿Puede considerarse un acto de apoyo a la presidenta una movilización abiertamente corporativa, organizada desde el poder para el poder? Cabe preguntarse si el 6 de diciembre marca el fin de cualquier potencial de afirmación de poder presidencial autónomo de Claudia Sheinbaum, cuyos únicos apoyos, parece ser, provienen de sindicatos corporativos y altos funcionarios morenistas.

Lo más destacable de la concentración fue su carácter corporativo. Como en los mejores tiempos del PRI, los sindicatos del sector público –en especial el SNTE (profesores), el STPRM (petroleros), y algunas centrales obreras que se pensaban extintas, como la CROC, o sindicatos fantasmas, como el de Electricistas– aportaron el grueso de los contingentes y llenaron con sus banderas la plancha del zócalo. Como en los tiempos de Echeverría y López Portillo, los gobernadores aportaron su cuota de acarreados, la mayoría empleados públicos estatales obligados a atender al mitin. Esta vez, lo que los priistas llamaban las “fuerzas vivas”, reclamaron sus espacios físicos y simbólicos para demostrarle a la presidenta que de ellos no puede prescindir.

En los primeros tiempos de la gestión de López Obrador podía encontrarse en las muchas concentraciones que él organizó un dejo de entusiasmo popular real y una asistencia forzada, pero dispuesta a apoyar a un presidente que les daba algo y del cual esperaban grandes cosas. Ahora, a fines de 2025, ya no hay expectativa ni entusiasmo. Si Morena, el partido oficial, nació como movimiento político-social, conforme fue ganando posiciones de poder perdió muy rápido su contenido de movimiento y se tornó en un mero aparato electoral, en una verdadera “secretaría electoral del gobierno”, como fue el PRI en su momento.

Los líderes sociales que fundaron Morena fueron desplazados por burócratas profesionales provenientes en su gran mayoría del viejo régimen. La alianza lopezobradorista de políticos oportunistas, operadores electorales profesionalesapparatchiks, viejos radicales de izquierda sin anclaje social ni intelectual, algunos tecnócratas obedientes, y oficiales de las fuerzas armadas con intereses propios creó un gobierno sin plan ni rumbo, sometido a los caprichos del líder. Eso sí, muchos cuadros de nivel medio y bajo provenientes de viejas ONGs, de movimientos marginales de izquierda, de la vieja izquierda universitaria y de redes profesionales desplazadas en los tiempos neoliberales, accedieron a puestos ejecutivos en el gobierno a pesar de carecer, en su mayoría, de experiencia o calificaciones profesionales para ejercer sus cargos. En eso se repetía la experiencia de los anteriores gobiernos, que nunca crearon un servicio civil de carrera y convirtieron los cargos públicos en un pago a la lealtad partidaria o personal.

López Obrador creó un régimen político autoritario de naturaleza populista, altamente centralizado, en donde el Estado se encarnaba en el líder. El campo político se dividió en amigos y enemigos, siguiendo las reglas de la polarización populista y el concepto de política formalizado por Carl Schmitt, el gran teórico del nazismo y de los autoritarismos contemporáneos. El Pueblo, la suma de todos los apoyadores del régimen, se enfrentaba a todas las élites rentistas del pasado, fueran políticas, empresariales, intelectuales o artísticas. El Pueblo fue, y siempre ha sido, una creación discursiva, no una realidad sociológica. Pero en ciertas circunstancias, muchos sectores populares, de otra manera desorganizados, se sienten unificados por un líder, en quien confían y depositan esperanzas diversas. Ese es el Pueblo con mayúscula.

Pero esa unidad simbólica entre una parte de la población y un líder no dura para siempre, sobre todo si por razones de salud, legales o políticas el líder abandona el escenario. El carisma, ya lo dijo Max Weber, no puede heredarse. El inédito proyecto de institucionalización del régimen populista tiene ese límite. López Obrador sabía que la tradición del presidencialismo priista, tan viva en México, ayudaría a la aceptación colectiva de una línea sucesoria fundada en la legitimidad de una elección presidencial. Pero la conexión entre líder y masas que lograba AMLO no es transmisible, y el espacio fiscal y político del que gozó se ha extinguido de tanto usarlo. El “segundo piso de la transformación” de Sheinbaum no sólo carece del sentido misional del que AMLO logró imbuir a su gobierno, sino que tiene que pagar todos los costos del desastre heredado por el irresponsable líder.

La presidenta Sheinbaum no tiene un Pueblo detrás, sino una vasta red de intereses anclados en espacios de poder específicos, locales, regionales y sectoriales, que se consolidaron en el gobierno de López Obrador. Muchos de ellos aliados con poderes criminales locales, que en su momento apoyaron la expansión espacial de Morena. Ese es el pueblo con minúscula que apoya a la primera mandataria. Es una élite que combina viejas élites políticas regionales, algunos nuevos liderazgos locales con fuertes compromisos con los poderes fácticos de sus regiones, viejos y nuevos empresarios beneficiados con contratos, una casta militar metida en negocios lícitos e ilícitos, y una nueva burocracia, federal y local, que tiene chambas que proteger. Nada que no haya sucedido antes, cada cambio de sexenio. Ese es el pueblo, que en realidad era también la columna vertebral del Pueblo de López Obrador.

Pues bien, la presidenta, lejos de dar señas de poder organizando un gran mitin en su favor, ha mostrado su debilidad. La solitaria de palacio depende de viejas corporaciones, de líderes parlamentarios de dudosa reputación, de gobernadores aliados con poderes fácticos locales, de partidos aliados que cobran muy cara su lealtad. Ese es el pueblo que la apoya. El viejo y efímero Pueblo de López Obrador se ha desvanecido ante la acumulación de problemas, la simultaneidad de crisis que se vive en los territorios y la falta de un liderazgo carismático.

La presidenta perdió una gran oportunidad de librarse de ese pueblo antiguo, corporativo y chantajista, al no actuar contra los políticos corruptos de su propio régimen exhibidos el verano pasado, y al asustarse ante las primeras grandes protestas sociales que le ha tocado enfrentar: los campesinos del Bajío y del norte, los transportistas, la mafia de la CNTE, las mafias del agua, los médicos y pacientes desesperados por la falta de medicinas e instalaciones, los jóvenes universitarios sin perspectivas de futuro. Y esto es sólo el principio. La sumisión presidencial al orden mafioso-corporativo en que se han convertido Morena y sus gobiernos locales en búsqueda de protección política no anuncia nada bueno. Más bien se percibe ya una ruta al parecer inevitable a un autocratización creciente. Sólo la movilización de la sociedad podrá detener tal destino.

 

Este texto se publicó originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave