Golpes sobre la mesa

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Por Darío Fritz

Qué frustrante suele ser eso de que se levanten de la silla, recojan sus tiliches – llamados celular, pluma, carpeta sin abrir – y con las manos en la cintura te digan con seriedad apoltronada “lo lamento hasta aquí llegamos, ahora es tiempo de que yo decida”. Y aquello que fue un esfuerzo de días, quizá semanas, de pensar estrategias para convencer, de poner números y argumentos sobre la mesa, de que se logró abrir un canal de discusión después de ir a tocar la puerta una y mil veces, de sostener la calma a raya ante la soberbia de algunos que muchas veces apenas se asoman al conocimiento de lo que debaten, en segundos se va al garete. De un plumazo. Porque sí, deciden irse. Les apremia tomar una decisión, alguien con dedo inquisidor les hace valer su autoridad, los han abrumado con lógica y precisión de relojería para desmoronar tantas ideas endebles, porque se saben autores de mantener las formas, únicamente. Porque simplemente conocen de imponer y punto. Después llegarán los argumentos ramplones: “No hay una sola disposición, un solo artículo, que afecte a las comunidades… reforzamos sus derechos y protegemos sus derechos… No es nada ilegal lo que estamos haciendo… Hay mucha desinformación”. Lo hacemos por ti, mienten con desfachatez, aunque nunca se quisieron colocar en los zapatos del otro.

Realidad y verdad suelen tropezarse. El poder, en su pretensión de controlar la verdad, suele recurrir a destruirla o intentarlo al menos, describió Hannah Arendt. “La realidad tiene la desconcertante costumbre de enfrentarnos con lo inesperado, con aquello para lo que no estamos preparados”, escribió. Por eso, “las mentiras resultan a veces mucho más plausibles, mucho más atractivas a la razón, que la realidad, dado que el que miente tiene la gran ventaja de conocer de antemano lo que su audiencia desea o espera oír”.

En una comisión legislativa, en los legisladores que votan a ciegas una ley, en un político que hace campaña, en el ejecutivo dispuesto a saltarse cualquier asesoría de sus consejeros, en los presidentes que vociferan con deportaciones, cárcel a opositores, sanciones económicas a los más débiles, invasiones de territorios, alumbra como designio de estos tiempos lo que Arendt definió con certeza como “la banalidad del mal”. Lo que la filósofa y “pensadora” analizó para entender los totalitarismos –las acciones y razonamientos del jerarca nazi Adolf Eichmann fueron su punto de partida–, se pueden trasladar a las formas más tradicionales del ejercicio cotidiano del poder, incluso en democracia –de allí su brillante obra y las ámpulas que siempre ha generado.

La realidad desconcertante, nos dice, hace que un criminal “terriblemente y temiblemente normal” de su tiempo, como Eichmann, solo tenía “simplemente la noción de participar en algo histórico, grandioso, único”.  No se necesita matar a millones de personas para comprender que hay una escasa intención de hacer el bien común, como debería perseguirse, sino de “un sistema en el que los hombres sean superfluos” y se cumpla con aquello que desde el poder infieran se trata de su “verdad”, y nada más.

Las contradicciones entre lo que se dice y se hace acumulan un sospechoso peligro. Con la imposición autoritaria del que se escuda en un golpe sobre la mesa para levantarse a decidir lo que se le antoja, escenificado en oídos que fueron atendidos y en realidad nunca escuchados, y en argumentos flamígeros sobre un bienestar incierto, la acumulación del desencanto avizora como mecha. Se trate del criticado reparto del agua, de que las rendiciones de cuenta se oculten o de que el ejercicio de la justicia se le llame popular. “La caída se rehízo en vuelo./ Quien caía vuela ahora. / Es entonces cuando se abren las simas / y cuando la oscuridad sube a la luz”, advierte Arendt en un poema.