El fantasma de Díaz Ordaz
Por Aurelio Contreras Moreno
¿Cuándo es legítima una marcha de protesta? Para el morenato, cuando las organizaban sus huestes, que hicieron de la “marchitis” una estrategia política y hasta una forma de vida durante tres décadas. Pero cuidado y si la manifestación es en su contra. Entonces no es válida –según los “humanistas”- y hay que cargar contra quienes participan
El sábado pasado, miles de ciudadanos se manifestaron en la Ciudad de México y en otras ciudades del país. Jóvenes, familias y colectivos salieron a las calles para exigir respeto a la democracia y detener la ola de violencia, así como para denunciar la deriva autoritaria del régimen.
Fue una marcha plural, con personas de varios grupos de edad, pero en la que, invariablemente, hubo una gran cantidad de jóvenes hartos de la situación en la que les ha tocado vivir y que exigen de las autoridades lo mínimo que les corresponde hacer: garantizar su, nuestro, derecho a vivir en paz.
La respuesta oficial fue inmediata, obvia y perfectamente articulada: mientras que del Ángel de la Independencia al centro de la Ciudad de México la marcha transcurrió en total calma, llegando al primer cuadro del Zócalo aparecieron para provocar enfrentamientos grupos de choque, de esos que hacen de las suyas siempre que hay una protesta contra el régimen, pero que curiosamente nunca hacen ni siquiera acto de presencia en las concentraciones pro-gobierno, donde todo transcurre bajo control logístico, sin infiltrados y, ahí sí, con miles de acarreados. La diferencia es clara: cuando la protesta es ciudadana, el poder busca contaminarla y criminalizarla.
La actuación del llamado “Bloque Negro”, que increíblemente derribó las vallas que rodeaban Palacio Nacional mientras agredían a los policías ahí apostados, logró su cometido: una respuesta en forma de escalada de brutal represión que no fue contra los alborotadores, sino contra los manifestantes que habían llegado pacíficamente, acompañados hasta por sus familias. Varios fueron detenidos y ahora enfrentan acusaciones desproporcionadas, inverosímiles, de intento de homicidio, una figura penal con la que se busca infundir miedo y castigar la disidencia. Se trata de un patrón histórico seguido por varios gobiernos autoritarios: convertir a los inconformes en enemigos del Estado, en lugar de reconocerlos como ciudadanos con derechos.
Este lunes, la presidenta Claudia Sheinbaum reforzó esa narrativa. En su conferencia matutina, reiteró su cantaleta de que la marcha no fue espontánea ni juvenil, sino financiada con recursos de la oposición y de empresarios. Incluso habló de una supuesta promoción cercana a 90 millones de pesos, atribuyendo la organización a partidos opositores y al “villano favorito” del oficialismo: Ricardo Salinas Pliego, a quien por cierto, hasta hace no mucho, no veían con malos ojos cuando apoyaba a López Obrador: hasta le regaló un programa de televisión y, en reciprocidad, cuando arribó al poder la “4t”, le dieron a su banco el manejo de las tarjetas para el pago de becas y pensiones. Flaca memoria.
La cargada propagandística del régimen intentó instalar la idea de que la protesta no fue auténtica, sino manipulada por “intereses oscuros”. Voceros oficiales y medios afines repitieron el guion como en bucle: que la marcha fue “de la oposición”, que “no eran jóvenes”, que “hubo caras conocidas de la Marea Rosa”. Como si hubiese que pedir permiso al gobierno para ejercer el derecho constitucional de manifestación o se tuviera que solicitar derecho de admisión.
El objetivo de régimen morenista ha sido bastante claro desde que se convocó a la marcha: deslegitimar la protesta ciudadana, reducirla a un acto partidista y, ahora, desviar la atención de la represión cometida a los ojos del mundo, que así la ha registrado.
Las imágenes y los testimonios de los jóvenes reprimidos cuentan una historia diferente a la versión oficial. La sociedad civil salió a defender sus derechos, y lo hizo sin acarreo ni dádivas. La narrativa oficial busca neutralizar esa expresión ciudadana instalando el fantasma del enemigo útil: que si los partidos opositores, que si la ultraderecha y un empresario –del que en su momento fueron aliados-. ¿Qué hubo algunos políticos ahí? Sí, pero ninguno con la capacidad de movilizar ni a una quinta parte de todas las personas que salieron el sábado a protestar. Algo que el régimen sabe perfectamente.
Lo que en realidad le preocupa al morenato es que la inconformidad ciudadana crezca por su incompetencia para ofrecer respuestas a sus necesidades y demandas, y que sectores que consideran cautivos gracias a las becas y pensiones dejen de contentarse con dádivas y le exijan a un gobierno que ha sido incapaz de enfrentar –ya no digamos solucionar- los problemas del país, en especial porque están atados de manos por sus evidentes pactos –por obra u omisión- con el crimen organizado.
En octubre de 1968, el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz justificó el uso de la fuerza armada en la Plaza de las Tres Culturas porque los militares fueron agredidos, ahora los sabemos, por un grupo paramilitar, el tristemente célebre Batallón Olimpia, bajo las órdenes del propio gobierno. Hecho que fue utilizado para acusar a los estudiantes de violentos, encarcelar a sus líderes –varios de ellos enquistados en el actual régimen, con una asombrosa amnesia- y para desarticular de una vez por todas el movimiento estudiantil antes del inicio de las Olimpiadas de ese año.
Las víctimas de entonces –y sus herederos- se convirtieron en los represores del presente. Y andan pisándole los talones a sus maestros.
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