Por Darío Fritz
Hay algo de enseñanza en las tragedias. Sabrán de qué hablo si han visto o leído algunos de esos libros que recitan cómo superar los malos momentos -las librerías de aeropuertos tienen amplitud de ofertas siempre, también en las de los centros comerciales-, o personajes de radio y televisión que a media mañana toman ideas de otros para dar clases de superación personal. Pero no es el caso. El asesinato del alcalde de Uruapan surte como ejemplo. Otro es la inseguridad demostrada con los movimientos en la calle de la presidenta con un acosador que llega a manosearla y casi besarla. Ambos no dejan de ser una tragedia, uno trazado por la muerte, el otro por lo que pudo resultar. Nada más recordar el magnicidio contra Luis Donaldo Colosio y la crisis política y económica que le siguió, paraliza hasta los más hiperactivos. Es posible que en el imaginario de alcances, consecuencias y respuestas prontas y necesarias que deben resolverse entre bastidores haya figurado la tragedia de 1994. En uno como en otro caso, había que actuar.
Entre hartazgo social y desidia gubernamental, algo hizo que el crimen contra el alcalde michoacano pusiera luz sobre oscuridad, cuando no ocurrió antes con otros dos colegas suyos asesinados este año, o la pérdida cercana del líder empresarial aguacatero asesinado dos semanas antes y que también puso al resto del país a poner el ojo allí. No es algo nuevo. En la Odisea se relata como por razones insospechadas surge una identificación con algo o con alguien y toda la seguridad entra a tambalear. Al propio ruido sobre el recuerdo de los reclamos de seguridad del alcalde no atendidos en su momento, de las protestas por el crimen, confrontaciones en las calles michoacanas y las condolencias necesarias, la respuesta inmediata de mayor seguridad para las regiones calientes del estado asolado por la criminalidad vuelve a mostrarnos que cuando el vaso se rebalsa, se sale a correr a descomprimir el descontento. Que no sea un parche, solo el tiempo lo definirá.
El incidente en la calle del Centro Histórico capitalino tiene un dejo a esos puñetazos del boxeo que dejan tambaleante a la víctima, pero la campana lo salva de ir al rincón a recuperarse y no caer al piso. No fue tragedia, pero pudo serlo. El 99% de la gente puede que no esté dispuesta a hacer del daño su leitmotiv de vida, pero ese uno por ciento restante queda sujeto al azar. El primer paso y a la vista está en visibilizar con un ejemplo tan potente como el acoso a una presidenta de la República, la necesaria denuncia penal -94% de las víctimas no lo hace-, en un país donde 23 millones de mujeres (45%) afirman que lo han padecido. Pero que también requerirá de medidas punitivas, como se ha anunciado: todo el país, no solo la capital, debe considerar al acoso callejero a la mujer como un delito.
No hay películas con guiones de Hollywood donde no se quiera emular a la realidad con grandes despliegues de seguridad para presidentes, como sí los hay, para esbozar una prevención imprescindible. De eso es posible que no haya anuncios, pero deduciremos en las próximas apariciones públicas si se protege a la presidenta. Cualquier político quiere mostrarse cerca de su gente -el breviario de consejos sobre cómo acercarse al pueblo y con promesas, aplicados por Cicerón siglos atrás, permanece impoluto-, pero no puede obviar protocolos que van mucho más allá de sus deseos. En el sexenio anterior se vio con claridad. Pronto desaparecieron los vuelos comerciales en los que se movía el presidente, para ser trasladado bajo seguridad del Ejército, y sus contactos con la gente se hicieron en espacios públicos controlados. Nunca más el encuentro directo, fortuito o no, con la madre del criminal más emblemático del país. La lógica así lo medicaba, y nadie se lo reprochó.
Llegar a los extremos o a la tragedia para ofrecer reparaciones no aplica como la más noble o inteligente respuesta a lo que ya no tiene visos de solución. La pasividad se paga cara.