Jóvenes, víctimas y victimarios
Por Javier Solórzano Zinser
Hace algunos años cuando Apatzingán vivía uno de los momentos más agudos por la inseguridad y violencia, pudimos ver cómo la ciudad vivía entre el temor y la incertidumbre.
Un comando había atacado una estación de radio que se encontraba en el centro de la ciudad. Resulta que se había equivocado, porque lo que quería era atacar un hotel que se encontraba al otro lado de la plaza que era habitado por cuerpos de seguridad quienes eran a los que quería atacar. Mucho se especuló, pero quedó claro cuál era el objetivo de la delincuencia organizada.
La ciudad estaba bajo el control de la Familia Michoacana. A media mañana las calles estaban solas, los comercios vacíos, y sólo se podía conversar, es un decir, con los boleros. Desde que entramos a Apatzingán fuimos seguidos por una camioneta pick-up manejada por un joven.
Llegó el inevitable momento de hablar con él y preguntarle qué es lo que quería por más obvio que fuera. Con poca amabilidad nos cuestionó como si fuera parte de la seguridad de la ciudad, incluso nos dijo que entre más rápido nos fuéramos mejor. Como fuere, logramos hacer algunas entrevistas con personas que, si bien respondían con amabilidad, no escondían el temor y pedían el anonimato.
La mejor entrevista, como suele pasar, no fue grabada. Hablamos con el joven que se había encargado auténticamente de “venadearnos”. Su historia no es muy diferente a muchas que conocemos que pasan en el país; trabajaba de operador en la estación de radio que había sido atacada. Un amigo, refiere, lo invitó a que trabajara vigilando todo lo que pasaba en Apatzingán, le ofrecieron 5 mil pesos al mes.
Con lo que le pagaban metió a su mamá al IMSS, les dio dinero a sus hermanos pequeños, lo que les permitió seguir en la escuela, y fue subiendo poco a poco dentro de su “trabajo”. Nos decía con orgullo que ya tenía su camioneta y que cada vez le iba mejor, lo que le permitía ir a antros y hacer muchas cosas que de otra manera no hubiera sido posible.
No se preguntaba mucho, por lo que estaba haciendo, más bien informaba de todo lo que veía paseándose en la pick-up por las calles de Apatzingán, su vida cambió.
Nunca supimos qué acabó pasando con el joven que no tenía salida alguna para mantener a su mamá y a sus hermanos. Lo cierto es que en aquel momento era feliz, al final terminó por materialmente corriéndonos, “ya mejor váyanse, es por su bien”.
Esta historia no es una nueva historia. Tiene que ver con lo que desde hace mucho tiempo pasa en el país. Los jóvenes se han ido convirtiendo en el centro de los hechos violentos. Ya sea porque forman parte de los enfrentamientos a los cuales los mandan los dirigentes de los cárteles, o porque son quienes son contratados como sicarios para acabar con la vida de quienes son incómodos a la delincuencia organizada.
La violencia desde hace tiempo alcanza a los menores de edad. En muchos casos la aceptan como forma de vida, quizá pensando en la lapidaria pinta en una barda en Culiacán: “Prefiero cinco años de rey y no una vida de buey como mi papá”, la cual, por cierto, durante mucho tiempo nadie se atrevió a borrar.
Es muy probable que la historia del joven entre 17 y 19 años que asesinó a Carlos Manzo sea la misma de muchos jóvenes que toman la decisión de integrarse a la delincuencia organizada o que son obligados a hacerlo.
Muchas preguntas dejan los acontecimientos en Michoacán. Uno que cruza todo el país es el papel que están jugando los jóvenes en los brutales terrenos de la violencia, están siendo al mismo tiempo víctimas y victimarios, de alguna manera los estamos aislando y expulsando de sus entornos quitándoles la esperanza y la ilusión.
RESQUICIOS.
Con la designación de Grecia Quiroz, esposa de Carlos Manzo, como presidenta municipal de Uruapan, estamos ante un nuevo riesgo que, inevitablemente, parece que se tiene que correr. Vio y aprendió muchas cosas de y con su esposo, la delincuencia organizada lo sabe.