Testigos involuntarios

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Por Darío Fritz

Entre las balas que acabaron con la vida del alcalde de Uruapan y los asesinatos de criminales y civiles inocentes perpetrados por la policía de Río de Janeiro hay una distancia lógica y motivos que los desenfoca del análisis entre uno y otro, pero no del impacto mediático ni de las consecuencias: habitamos en la violencia, la peor del mundo como región –un tercio de los homicidios a nivel mundial–, y sin alternativas para mitigarla. Un alcalde es demasiado poco para el crimen organizado si se lanza a hacer una pelea desigual sin respaldos serios de su estado y del gobierno federal. Para el crimen organizado carioca, 121 muertos a manos de la policía que iba por sus líderes, nada le hace al control de territorios, ni al tráfico de drogas, de armas, de tener policías en su nómina, ni de continuar con el lavado de dinero.

En ambos casos la ganancia se la lleva el criminal. Habrá una voz menos que moleste, y muchas otras que se sientan aterrorizadas de plantearles cara, así sea con una denuncia anónima. Mientras, en Brasil el negocio se mantiene intacto. Allí en todo caso asoma otro ganador –así lo dicen las encuestas posteriores a la masacre–, el gobernador que ordenó la operación y que de nada se arrepiente, más allá de sensibilizarse –si cabe el adjetivo– por la pérdida de cuatro efectivos policiales. Una matanza para acrecentar aspiraciones políticas. Un Netanyahu con acento portugués.

Como consecuencia se reinstala también el debate –adormecido hasta que saltan estos casos– de si cabe la aplicación de “mano dura” para resolver de una vez el problema. El “gatillo fácil”, como aplicaron los brasileños, para que las policías acaben de una vez con todo lo que se les ponga enfrente, sin sospechas siquiera de ser criminal.

El alcalde de Uruapan quería eso, y lo hizo ver en diferentes oportunidades, de ahí que llevara algo de protección como chaleco antibalas y varios efectivos policiales municipales y de la Guardia Nacional que le rondaban cerca. Medidas algo insignificantes, como lo termina por demostrar su asesinato. Estaba consciente de cuál podría ser su final, de ahí la valentía de lanzarse como un cruzado. Su reclamo era hacer de las políticas de seguridad pública, una réplica de El Salvador de Nayib Bukele, la trampa más corriente en estos días para graficar un pretendido intento de pacificación. Claro que detrás de esa malentendida firmeza pensada desde el estómago –si algo vuela por los aires allí son los derechos individuales– se debe entender cierto contexto: no es tan fácil tener bajo el control, como lo hace el salvadoreño, a jueces y legisladores que pueden hacer de los caminos de la ilegalidad la legalidad a la medida, una especie de terrorismo de Estado en democracia como se hacía hace algunas décadas con los militares en el poder.

La “criminalidad” del pasado eran políticos, sindicalistas, curas, jóvenes organizados que reclamaban por democracia, justicia, una sociedad más igualitaria. Les llevó pocos años, miles de muertos y desaparecidos para silenciar su reclamo. Con el crimen organizado, en cambio, el tiempo no cuenta, y puede mutar entre pobres, clases medias y ricos, de la política al sindicalismo, entre empresarios y militares. El lavado del dinero resulta su pararrayos al que hasta los más exquisitos se aferran (bancos y financieras, especialmente). Las economías enclenques o en apogeo lo agradecen.

Movidos por un raciocinio empresarial, los negocios se expanden tal cual las hidras de la leyenda. De los ya tradicionales tráficos del fentanilo, la cocaína y los migrantes, a la extorsión, el secuestro, el tráfico de especies y los asaltos a plataformas petroleras. De los más espectaculares negocios como a los más innovadores; el contrabando de combustibles, la falsificación de medicamentos, la minería ilegal. Abundante ramificación delincuencial y escaso Estado para desbaratarla. Tampoco podemos ser ilusos. Si nos presentan datos precisos sobre resultados espectaculares en seguridad pública, veamos el contexto, especialmente cuando antes poco se quiso hacer.

La masacre brasileña sigue la narrativa del narcoterrorismo lanzada desde Washington (tiene otros súbditos en Argentina y Perú, y se esperan nuevos discípulos en Bolivia y Chile) en un revival de la Doctrina Monroe del siglo pasado. La destrucción de lanchas con drogas en el Caribe o el Pacífico no es más que excusa del que se siente impune para hacer lo que le venga en ganas, como el que ordena la muerte de un alcalde enemigo de sus intereses. Los motivos para quienes ordenan la muerte, sin importar dónde se paran, pueden parecerse. En el subsuelo, allí donde poco se ve, nada ha cambiado. De las ejecuciones arbitrarias al blanqueo de capitales, nada impide que seamos (y lo seguiremos siendo) testigos involuntarios.