El lenguaje de las balas: Aquí mando yo

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Por Fernando Mendoza

El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, durante la conmemoración del Día de Muertos, no fue solo un crimen contra un funcionario público; fue un mensaje político con pólvora. Las balas que apagaron su vida no solo perforaron el cuerpo de un hombre, sino la fibra democrática de un país donde ejercer el poder local se ha convertido en un acto de alto riesgo.

Más allá de las condolencias y los discursos, el homicidio de Manzo representa un eslabón más en la cadena de la violencia estructural que devora las instituciones en los tres niveles de gobierno de México. Y lo que está en juego no es únicamente la seguridad, sino el veredicto ciudadano sobre la legitimidad del Estado.

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*Un alcalde bajo fuego*

Manzo fue atacado en público, rodeado de ciudadanos y luces, en pleno corazón de Uruapan. Ni los escoltas ni la Guardia Nacional pudieron impedir lo inevitable. El edil —independiente, crítico del control criminal en su municipio y denunciante activo de la falta de apoyo federal— ya había advertido que no quería convertirse en “otro de los ejecutados”.

Su asesinato no fue un hecho fortuito, sino un acto de control territorial. Uruapan, epicentro del oro verde —el aguacate—, es una joya económica que el crimen organizado no está dispuesto a soltar. Y cuando el poder local desafía esos intereses, la respuesta es contundente: “Aquí mando yo”.

En ese contexto, el homicidio de un alcalde simboliza el colapso de los límites entre poder político y crimen organizado, una frontera que en muchos municipios ya es mera ficción.

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*¿Contención o desplazamiento? La disyuntiva federal*

El gobierno federal, encabezado por Claudia Sheinbaum, enfrenta una disyuntiva que definirá su sexenio:

Reforzar la contención —más militares, más presencia federal, más blindajes—, o

Replantear la estructura misma de la seguridad, con un enfoque social, institucional y político.

La primera ruta ofrece inmediatez mediática, pero reproduce el espejismo de control que no disuade los asesinatos ni cambia el mapa de la impunidad. La segunda, aunque más difícil, implicaría una reforma profunda de los pactos de poder locales, una auditoría política y moral del Estado mexicano.

El asesinato de Manzo obliga a cuestionar la efectividad del discurso oficial de “cero impunidad”. Porque mientras se promete justicia, los hechos demuestran que los municipios siguen siendo territorio sin Estado.

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*Ecos locales y fracturas políticas*

En Michoacán, el impacto fue inmediato.

Primero, la indignación ciudadana: miles salieron a exigir justicia, pero también a gritar su hartazgo ante la inseguridad normalizada.

Segundo, el efecto de miedo: decenas de alcaldes y aspirantes reconsideran su futuro político ante la vulnerabilidad evidente.

Tercero, el reacomodo partidista: Manzo, como alcalde independiente, era un contrapeso simbólico al poder estatal. Su muerte altera equilibrios, abre sospechas y activa el oportunismo político.

Para el gobernador Alfredo Ramírez Bedolla, la tragedia es un doble golpe: cuestiona la eficacia de su estrategia de seguridad y erosiona su credibilidad política. La oposición, por su parte, aprovecha el vacío para acusar al Estado de descomposición institucional.

En este tablero, la política corre el riesgo de convertirse en espectáculo, donde el asesinato de un alcalde se use como munición electoral en lugar de detonante para una reforma estructural.

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*Un patrón que se repite*

La muerte de Carlos Manzo no es un caso aislado. En lo que va de 2025, varios alcaldes han sido asesinados en distintos puntos del país. La tendencia no responde a enemistades personales, sino a una lógica de control político por parte del crimen organizado.

Si gobernar implica morir, la democracia local deja de existir. Los municipios se transforman en zonas de riesgo, y la representación política se convierte en un privilegio reservado a quienes pueden —o quieren— pactar.

La consecuencia es devastadora: el vacío de autoridad que deja cada asesinato lo llena el miedo, la complicidad o la omisión. Y en ese ecosistema, el ciudadano común queda indefenso, atrapado entre el Estado ausente y el crimen omnipresente.

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*Perspectivas: del colapso al punto de inflexión*

Aun así, no todo está perdido. Si el asesinato de Manzo se asume como un punto de inflexión, México podría avanzar hacia una transformación real del modelo de seguridad.

Eso requiere tres acciones inmediatas:

Investigación independiente y profunda, que no se conforme con “culpables menores”.

Protocolos de protección efectivos para alcaldes, periodistas y defensores de derechos humanos.

Reforma institucional municipal, que garantice autonomía financiera, cuerpos de seguridad locales fortalecidos y control transparente de recursos.

Pero si estas condiciones se incumplen, el país seguirá transitando hacia una gobernabilidad colapsada, donde la violencia sea norma y la impunidad, tradición.

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*Democracia bajo sitio*

La ejecución de un alcalde no solo hiere a un municipio: hiere al Estado de derecho entero. Cada bala contra un servidor público es una sentencia contra la democracia mexicana.

El reto para el gobierno federal no es solo encontrar a los asesinos, sino demostrar que el crimen no dicta las reglas. Mientras gobernar equivalga a morir, el mensaje será claro: en México, las balas siguen teniendo más autoridad que las leyes.

La sociedad, por su parte, tiene derecho a exigir algo más que justicia mediática. Exige un nuevo pacto, uno donde gobernar no sea un acto suicida y donde la política recupere su sentido: servir, no sobrevivir.

Porque la pregunta que hoy debemos hacernos no es solo “¿quién mató al alcalde?”, sino “cómo evitaremos que lo maten de nuevo”.

Si la respuesta es la misma de siempre, el drama mexicano seguirá escrito con sangre y silencio.

 

fermendozanunez@hotmail.com