Por Carlos Tercero
La estrategia es el arte de coordinar medios para alcanzar fines. Aplica para cualquier organización, en cualquier ámbito; por tanto, la arena política no es excepción. No basta con tener buenas ideas, ni siquiera el contar con diagnósticos detallados; la diferencia entre el propósito y el logro radica en la capacidad de planear, organizar y ejecutar con inteligencia; para ello, una estrategia general define a dónde se quiere llegar y la estrategia funcional, define cómo hacerlo; de ahí su relevancia, pues convierte los objetivos generales en acciones concretas dentro de cada ámbito operativo (comunicación, organización, finanzas, políticas públicas o acción electoral).
Buena parte del éxito o fracaso de un proyecto político depende, más que de la legitimidad de sus causas, de la eficacia con que se articulan sus decisiones. Una campaña puede tener un discurso inspirador, pero si carece de planeación financiera, estructura territorial o consistencia comunicativa, se diluye antes de llegar a la meta. Lo mismo ocurre con los gobiernos; sin estrategias funcionales claras, incluso las mejores intenciones se pierden entre la improvisación, el voluntarismo, las ocurrencias y la inercia burocrática.
La importancia de considerar prioritariamente a la comunicación en el ámbito operativo, obedece a que todo proyecto político necesita una narrativa que otorgue sentido a su acción y conecte con la ciudadanía. No se trata de repetir slogans o mensajes, sino de construir confianza, legitimidad y propósito. En la era de la inmediatez digital, la comunicación política se juega en segundos: puede consolidar liderazgos o destruirlos en un parpadeo; de ahí que una estrategia de comunicación social y política sea, al mismo tiempo, freno e impulso que proteja de la desinformación y construya una percepción favorable.
La tarea organizativa es igualmente decisiva, la política no se sostiene solo con discursos, sino con estructuras capaces de tomar acción; por ello, desde el reclutamiento de cuadros hasta la operación territorial, la forma en que se movilizan los recursos humanos y materiales define la eficacia del aparato político, especialmente cuando se asume con seriedad la tarea de formar, coordinar y profesionalizar liderazgos y mandos.
En paralelo, la estrategia financiera determina la viabilidad de todo esfuerzo político. La obtención de recursos, su administración y transparencia son, además de un requisito técnico, un compromiso ante una ciudadanía cada vez más informada, crítica y exigente. Una estructura financiera ordenada genera credibilidad; la opacidad la destruye. En una democracia donde el dinero y la política aún mantienen una relación ambigua, este aspecto sigue siendo una de las líneas más delgadas entre la eficacia y el descrédito. La estrategia de políticas públicas, por su parte, representa la esencia misma del ejercicio político. Sin un diseño coherente de propuestas, la política se reduce a espectáculo, a una acumulación de eventos intrascendentes. En un país como el nuestro, donde la desigualdad y la desconfianza institucional persisten, las políticas deben ser, antes que promesas, instrumentos de transformación.
Un proyecto político serio no se mide solo por su capacidad de acceder al poder, sino por su competencia para ejercerlo con resultados tangibles. La estrategia electoral se entrelaza con todas las demás. Es el momento en que la coordinación entre la comunicación, la organización, las finanzas y las políticas confluyen para enfrentar la prueba definitiva: el voto, expresado en forma de voluntad popular que consolide la confianza ciudadana y fortalezca la gobernabilidad democrática.
La estrategia funcional en la política implica aceptar que el liderazgo no se sostiene solo en carisma o popularidad, sino en la capacidad de convertir las convicciones en acción, los discursos en resultados y las estructuras en confianza pública, forjando un entramado invisible que da permanencia al poder y sentido al ejercicio de gobernar, entendiendo que la esencia de la participación política no es competir por cargos, sino construir capacidades para gobernar con eficacia, comunicar certeramente y responder con resultados. La estrategia funcional es ese puente entre la convicción y la competencia, entre la intención y la realidad; es, en última instancia, lo que distingue a un movimiento político que inspira de uno que simplemente se impone y sobrevive.
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