Por Uriel Flores Aguayo
En los últimos días han aparecido noticias relacionadas con hechos de violencia donde jóvenes, casi niños, son los protagonistas. Son casos de gran dimensión, los del extranjero, y notables, pero, al parecer, comunes los mexicanos. Estamos ante hechos alarmantes en sí mismos y llamativos por la edad de los protagonistas. A su accionar delictivo agregan un entorno cruel y desproporcionado en extremo. No se necesita decir mucho para entender que debemos preocuparnos y ocuparnos desde la sociedad y las instituciones. Me parece que no lo tenemos claro y que se hace muy poco al respecto.
Hay que mencionar algunos de los casos más recientes para ilustrar el tema: hace un par de meses en Bogotá, Colombia, un joven de 15 años de edad disparó contra el senador Uribe, quien además era precandidato presidencial; las balas le provocaron la muerte unos días después. Ese muchacho no pudo escapar, siendo detenido casi en el lugar de los hechos. Hace un par de semanas, Buenos Aires, Argentina, se conmocionó por el brutal asesinato, desmembramiento incluido, de tres jóvenes mujeres lideradas por la que tenía 15 años de edad, y de quien se comprobó que se prostituía desde los 12 o 13 años de edad y participaba en un grupo de narcotraficantes. Lo sanguinario del crimen es algo novedoso para los argentinos.
Aunque había algún antecedente de niños sicarios en nuestro país, en Sinaloa y Tamaulipas, poca centralidad habían tenido esos casos. La pregunta natural era si en México estaba ocurriendo algo similar a Colombia y Argentina; no tardó mucho en llegar la respuesta: hace unos pocos días fue aprehendido el llamado niño sicario de Tabasco, con apenas 15 años de edad; y en la CDMX, antier fue detenido un joven de 17 o 18 años de edad después de balacear y matar a un destacado abogado. En concreto: ya estamos en esa tendencia mundial en la que jóvenes de menor edad son protagonistas de violencia criminal y forman parte de la delincuencia organizada.
Es indispensable estudiar ese fenómeno y mantener una alerta permanente ante un fenómeno tan delicado y complejo. Las instituciones y la sociedad toda deben tener políticas, programas y presupuestos eficaces y suficientes para enfrentar algo tan fuerte. Es impactante ver que quienes hace un par de años eran considerados niños y concluían sus estudios primarios ahora usen armas de fuego y asesinen. Junto a los policías que los capturan, se ven frágiles e indefensos, es decir, su aspecto es engañoso. Así está la vida y no resiste explicaciones fáciles, ni sermones y mucho menos manipulaciones gubernamentales.
Hay que abrir un amplio y profundo debate sobre el presente y el futuro inmediato de nuestra juventud; primero se debe conocer en qué piensan, cuáles son sus inquietudes, intereses y aspiraciones del mañana. No es fácil. Hay que involucrarnos todos en forma activa y comprometida, especialmente en la educación y en los medios del espectáculo. El personal docente tiene que estar preparado para atender útilmente a esta generación y los medios revisar su insulsa programación y los modelos de vida que promueven.
Seguro no hay consenso, pero urge una caracterización del momento que vive nuestra juventud; no debemos hacer que no pasa nada. Los jóvenes de hoy quieren vivir rápido y cómodamente, no son portadores de ideales políticos ni optan por el romanticismo de ningún tipo; no se comprometen, no piensan mucho en el futuro. Su lejanía de las religiones es evidente. No les atrae la política y son repelentes a las reglas. No quieren formar familia y rehúyen la paternidad. Es claro que son proclives al menor esfuerzo. En esas condiciones, algunos caminan por atajos que les den lo material en niveles de lujo y anhelan una vida de fantasía; los de origen pobre son más fácilmente víctimas de reclutamiento delincuencial. Los casos señalados nos plantean una terrible y triste realidad. No debemos permanecer impasibles, por ellos y por nosotros.
RECADITO: atender damnificados y resolver daños también es gobernar.