Tlajtolke
Las lluvias de los últimos días han dejado al descubierto, una vez más, la fragilidad de Veracruz. No solo la fragilidad de su infraestructura, sino la del propio gobierno, que parece ahogarse en su indolencia mientras la gente lucha por mantenerse a flote, literalmente. El norte del estado enfrenta una catástrofe que no puede llamarse “natural” cuando lo que más duele no es la lluvia, sino el abandono.
Más de cuarenta municipios afectados, comunidades enteras incomunicadas, viviendas destruidas, cosechas perdidas y familias enteras desplazadas. Las imágenes de calles convertidas en ríos, techos apenas visibles sobre el nivel del agua y pobladores esperando auxilio sobre las azoteas deberían ser motivo de urgencia y empatía. Sin embargo, el gobierno estatal parece moverse entre la soberbia y la indiferencia, respondiendo con declaraciones tibias y sobrevolando el desastre como si desde el aire se pudiera dimensionar el dolor.
La gobernadora Rocío Nahle se ha limitado a “supervisar” desde helicópteros, prometiendo atención que no llega y soluciones que se diluyen con cada nueva lluvia. Mientras tanto, las denuncias se multiplican: falta de víveres, caminos cerrados, refugios insuficientes, desorganización institucional. Los damnificados sienten que su tragedia se usa como escenario político, y que las cámaras llegan antes que el auxilio.
Resulta insultante ver cómo, ante la devastación, el discurso oficial repite la misma narrativa de siempre: “se está atendiendo”, “todo está bajo control”, “ya hay coordinación con Protección Civil”. Palabras vacías que ya no alcanzan para ocultar la ineficiencia y la falta de humanidad. Porque la empatía no se improvisa, y el liderazgo tampoco. Un gobierno sensible habría estado en el terreno desde el primer momento, escuchando, acompañando, actuando. No desde un helicóptero, no desde un informe, sino desde el barro.
Veracruz no sufre solo por el clima, sufre por el vale-madrismo institucional que lo gobierna. Por años se han dejado de lado los planes de prevención, el mantenimiento de drenajes, la limpieza de cauces y el fortalecimiento de la infraestructura básica. Se improvisa cada temporada de lluvias y se responde con parches que apenas cubren la herida. Los mismos discursos, las mismas fotos, las mismas promesas incumplidas. La única constante es la negligencia.
Y no es la primera vez que la gobernadora Nahle demuestra desconexión con el sentir ciudadano. Hace apenas unas semanas, sus declaraciones sobre la muerte violenta de la taxista Irma Hernández indignaron a todo el país: un intento de minimizar el feminicidio con argumentos torpes y una falta de respeto que ofende. Ese mismo tono, entre desafiante y altivo, es el que hoy se percibe frente a la tragedia climática. Un liderazgo que ni siente ni escucha, que gobierna desde la distancia y el discurso.
Veracruz merece algo distinto. Merece autoridades que no solo aparezcan en la foto, sino que lleguen con soluciones reales. Que planifiquen, que escuchen, que actúen con el corazón y no con cálculo político. Porque cada voto, cada elección, cada silencio también son responsables de este presente. El pueblo debe recordar que quien gobierna sin empatía termina gobernando desde el desprecio.
La naturaleza no distingue colores de partido, pero los gobiernos sí eligen entre actuar o mirar hacia otro lado. Y hoy, mientras miles de veracruzanos enfrentan el agua, el lodo y la pérdida, el gobierno estatal parece flotar sobre una balsa de arrogancia y negación.
La historia juzgará esta indolencia, pero ojalá el pueblo no espere tanto para hacerlo también.