Silencio digital

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Por Darío Fritz

Si durante el siglo XX hubo alguna manera de simbolizar la Guerra Fría fue un imaginario teléfono rojo entre Washington y Moscú. Tenía como finalidad prevenir una guerra nuclear que en realidad, de ocurrir, nos hubiese llevado a todos por el aire. Lo instrumentaron Estados Unidos y la Unión Soviética para no caer en las horas de sosiego para la humanidad, como fueron aquellas del descubrimiento en 1962 de los misiles soviéticos instalados en Cuba. Tal teléfono no existió, sino que se trataba de una especie de telégrafo, pero sirvió para controlar cualquier esbozo de locura de uno u otro lado. Hoy Trump se habla con Putin más como cuate que como enemigo y si hubiese un teléfono rojo quizá la línea estaría dirigida hacia Pekín. Sin embargo, aquella prevención para una hecatombe nuclear hoy tiene otros aditamentos, con otros peligros y otras singularidades. Y se llama Internet.

Si alguien tiene en 2025 gran parte del control digital del mundo con un imaginario botón rojo a la mano es Estados Unidos y con Trump dispuesto a tener todos los hilos para utilizarlos. Un cauto político alemán decía este año ante el temor de responder golpe por golpe a las imposiciones arancelarias de la Casa Blanca a Europa, que no había alternativas a represalias como la oferta de la industria digital estadounidense: controlan la nube, controlan la inteligencia artificial, controlan los centros de datos, advertía. Con eso tienen a su merced procesamientos de datos industriales, comunicaciones de gobierno o servicios bancarios, con Amazon, Microsoft y Google a la cabeza de los proveedores de gran parte del mercado. Empresas alineadas al ombligo de los intereses trumpistas, y mucho más si tienen que hacer frente a intentos de regulaciones y sanciones.

El imaginario teléfono rojo y sus implicancias actuales tienen que ver con la absoluta dependencia del mundo digital que algunos, y no son pocos, comienzan a entender como un factor de control categórico, mucho mejor que desplazar centenares de policías o miles de soldados y una parafernalia militar de costos altísimos. En esta semana los talibanes de Afganistán silenciaron internet durante dos días, lo cual venían practicando con antelación. Los aeropuertos paralizaron actividades, los bancos no pudieron operar, las transacciones de cualquier tipo se cancelaron. Las mujeres y niñas, marginadas y perseguidas por el régimen, perdieron su herramienta principal para la educación y el contacto con el mundo. El pretexto oficial fue acabar con la “inmoralidad”.

Pero el caso afgano es uno más. Según Access Now y la coalición #KeepItOn, en 2024 se registraron 296 apagones de Internet en 54 países, esto es 35% más que en el peor registro hasta entonces de 2022 (40 países). Ya en 2020, con pandemia, fueron 159 silenciamientos en 29 países. Los motivos van desde amordazar las críticas y reprimir protestas (74 cierres), controlar el flujo de la información durante elecciones (12) y los conflictos (103) y guerras (Rusia con Ucrania, Israel con Palestina), incluidos los golpes de Estado, hasta el caso de interrumpir el acceso a Internet durante los exámenes escolares (16 casos) para desalentar que el alumnado se copie. India, Myanmar, Pakistán y Rusia concentran 69% de los silenciamientos de millones de personas en la red. Y en América Latina, en Venezuela, Cuba y El Salvador los cortes tuvieron objetivos represivos, mientras que en Brasil fueron por intromisiones electorales.

Entre los regímenes más autoritarios y represivos campea la imposición de nuevas restricciones al derecho a la libertad de información y de movimiento, parapetados en la oscuridad digital. Pero también que la operación de los servicios esté en tan pocas manos, y con la voracidad económica que se les conoce a las empresas digitales y su escaso interés en el bien público y los derechos democráticos, el añorado acceso a un Internet libre que se le conoció en sus inicios parece encaminarse hacia un arma manipulable y extorsiva, un switch que unos pocos tienen la discreción de bajar o subir