Por Alberto J. Olvera
Septiembre abrió una coyuntura crítica que puede conducir a una verdadera autocratización en México –hasta ahora más una tendencia que una realidad– en el contexto de una guerra intestina en el régimen. Por un lado, el escándalo de corrupción de la Marina en su papel de administradora de aduanas y puertos, esquema criminal masivo que se permitió y planeó desde las más altas esferas del poder. Por otro lado, nuevas fisuras de la coalición gobernante, unas derivadas de la clara alianza entre políticos morenistas y grupos del crimen organizado, y otras de los planes de reforma electoral que planea la presidenta. Por último, la instauración de la nueva Suprema Corte de Justicia y de la mitad de los poderes judiciales federal y local significa un paso más en la deriva desinstitucionalizante del Estado y en la concentración del poder en el Ejecutivo, que tiene y tendrá aún más consecuencias.
El absurdo mito de que militares y marinos eran incorruptibles ha sido brutalmente desmentido. Es obvio que no sólo hubo omisión de responsabilidades desde la presidencia de la República, sino franca connivencia. Es inevitable llegar a esta conclusión por más que en este momento el gobierno de Sheinbaum quiera minimizar los daños al proteger al anterior secretario de Marina y restringir la investigación a unos cuantos conspicuos operadores del esquema criminal. Y en este proceso no han sido aún exhibidos ni judicializados los casos del contrabando de gasolina en la frontera de Tamaulipas por la vía de tanques de ferrocarril y cientos de pipas terrestres, en los que la responsabilidad del ejército y de la Guardia Nacional es muy clara.
Desde hace años insito en que el régimen de López Obrador se fundó en parte en una alianza non sancta entre operadores políticos locales con diversos grupos del crimen para controlar territorios, desplazar elites políticas no integrables al partido oficial y financiar ilegalmente campañas electorales en zonas clave. Lo que no quedaba claro hasta ahora –si bien había denuncias en los medios desde hace años–, es que dentro del mismo Estado se estaban creando mafias criminales que al menos en parte financiaban también al partido oficial, corrompiendo sectores importantes de la jerarquía militar, y que en ciertos momentos y lugares coincidían con las mafias tradicionales. El mismo efecto generaron los contratos a modo otorgados por el ejército en los megaproyectos del sexenio pasado. Es probable que el elemento que unifica estos distintos modelos de criminalidad desde el Estado y los vincula con los privados sea el lavado de dinero, una gigantesca industria en la que están involucrados miles de empresarios privados en todo el país, al igual que notarios públicos, funcionarios de los registros públicos de la propiedad, banqueros, casas de bolsa, casas de cambio, casinos y vaya usted a saber quiénes más.
Estas complejas tramas criminales están entrando en una fase de relativa crisis por la mezcla de la presión de Estados Unidos y la urgencia para la presidenta Sheinbaum de refundar el orden político sobre una base menos dependiente de las mafias de todo tipo. La consolidación de un régimen autoritario competitivo requiere romper con las peores alianzas y prácticas impulsadas por el viejo líder. Y para ello hay que concentrar todo el poder en la presidencia a la manera del antiguo régimen y desplazar a los líderes políticos y militares mafiosos.
En parte, la elección “popular” del Poder Judicial era necesaria para este fin, pero sus consecuencias no parecen haberse medido. La histórica fotografía de toma de posesión de la nueva Suprema Corte de Justicia indica el propósito buscado. La presidenta Sheinbaum aparece en el centro de la escena, con el nuevo presidente de la Corte a su lado, un abogado de origen indígena impuesto por ella misma, y los presidentes de las cámaras de diputados y senadores, ambos de Morena, significando la concentración de todo el poder en el partido oficial y en la presidenta. Las patéticas ceremonias chamánicas (supuestamente “ancestrales”) previas y posteriores que han acompañado a la toma de posesión del nuevo poder judicial, buscan darle una legitimidad sustantiva (de orden simbólico) al nuevo poder judicial a falta de otra, pues la electoral no la tiene. Fue tan evidente la improvisación, el fraude vía “acordeones” y la subordinación política de las instituciones electorales que la elección judicial sólo sirvió para desplazar a los anteriores jueces, pero no para legitimar a los nuevos.
El costo ha sido muy alto: la pérdida de legitimidad de los órganos electorales formalmente autónomos; la exhibición pública de la patente dependencia política de la nueva judicatura respecto al poder ejecutivo y su proyecto; y la condena a la parálisis operativa del nuevo Poder Judicial federal por la falta de experiencia de los jueces supremos, de personal capacitado (ya han despedido a la mayor parte del personal directivo de la SCJN) y al parecer de recursos presupuestales, pues es la hora que no se sabe qué recursos le serán asignados por el Congreso.
La necesidad de una reforma electoral está dada por el objetivo de la presidenta de prescindir hasta donde sea posible de los costosos servicios de los partidos oportunistas –Verde y PT–, y bajar el costo exhorbitante de las instituciones electorales. Morena es en este momento un partido hegemónico y no necesita hacer fraude para ganar elecciones, aunque a nivel local hay ejemplos de fraudes a nivel municipal en Veracruz, en este caso como parte de las crecientes guerras intestinas del partido. Este reordenamiento del sistema electoral es necesario pues hay una crisis de representación política. Se necesitan nuevos partidos y romper con el sistema oligopólico cerrado resultado de la transición. Pero los riesgos de una reforma son grandes en el contexto de la falta de opciones reales de oposición y la radicalización de las confrontaciones internas en Morena.
Un balance del primer año de gestión de la presidenta Sheinbaum ofrece varios claroscuros. Cabe destacar que la presidenta no puede romper con su predecesor, quien claramente sigue controlando a distancia la operación del gobierno y el mantenimiento de los pactos internos del grupo en el poder. No se puede entender de otra manera que políticos oficialistas, cuya riqueza inexplicable se ha sido exhibido y cuyos pactos con el crimen organizado están muy documentados, continúen a cargo de instituciones fundamentales del país: la Cámara de diputados, el Senado, empresas paraestatales y varias gubernaturas. La presidenta todavía puede darse el lujo de ignorar el costo reputacional de la sumatoria de escándalos recientes, pero la ventana de impunidad no durará para siempre.
Los políticos oficialistas son iguales a los del pasado y han perdido la prudencia y capacidad de simulación, porque no ha tenido costo político para ellos ignorar las recomendaciones morales que, como una especie de madre de la patria, la presidenta dirige a su partido y sus funcionarios. La impunidad de los nuevos políticos ricos es total porque la clase gobernante no puede darse el lujo de sancionar a alguno de sus miembros prominentes sin correr el riesgo de destapar una caja de Pandora. El gran problema del régimen en proceso de institucionalización es que su líder formal, la presidenta Sheinbaum, carece todavía de autoridad sobre el conjunto de la clase política. Llegó a la presidencia por medio de un proceso pactado al interior de Morena que dio lugar a la división del poder entre los distintos líderes que aspiraban a la presidencia y entre los grupos de políticos regionales, todos bajo el mando informal del expresidente.
Este arreglo, eficiente en términos de garantizar la gobernanza inmediata, implicó una grave limitación: impide ejecutar reformas imprescindibles para que el Estado mexicano pueda operar como tal. La limitación más importante es la imposibilidad de combatir a los múltiples grupos del crimen organizado de manera frontal y sistemática. Buena parte de la hegemonía territorial de Morena en el país se construyó sobre la base de pactos informales con poderes fácticos diversos, quienes han financiado campañas, impuesto candidatos o condicionado la gobernabilidad local a la entrega de rentas. López Obrador permitió este orden como la única vía de hacerse de una hegemonía nacional en corto plazo, dentro de su periodo de gobierno. Esta prisa ha tenido un costo mayúsculo al agudizar el principal problema estructural del Estado mexicano: su informalidad e incapacidad operativa. López Obrador, como buen líder populista, llevó a límites insospechados la informalización del Estado. Destruyó instituciones existentes y las sustituyó por órdenes temporales, eficaces desde el punto de vista político, pero precarios desde el punto de vista institucional.
Estos órdenes locales se fundaron en una sorprendente división del trabajo entre áreas del aparato estatal y grupos de poder fáctico regional. El clientelismo político se ha ejercido centralmente por medio de los “Servidores de la Nación”, un conjunto de 30 000 funcionarios públicos informales y precarios, encargados de levantar padrones de beneficiarios de los subsidios, de repartirlos, y, al mismo tiempo, llevar a cabo una tarea de organización local del partido oficial.
Según los planes anunciados en su última Asamblea Nacional, Morena se plantea organizar miles de comités locales en tantas comunidades del país como sea posible, los cuales, hipotéticamente, tendrían la triple función de vigilar el desempeño gubernamental, transmitir las demandas populares a los gobiernos respectivos y garantizar la movilización electoral cuando sea necesario. Se pretende seguir modelos parecidos a los experimentados en mejores tiempos en Cuba, Venezuela y Nicaragua, países en los cuales la organización popular desde arriba, lejos de convertirse en un instrumento del pueblo para controlar al gobierno, sirvieron para que el gobierno controlara al pueblo. Por ahora este plan no significa ningún riesgo. Es una tarea de futuro que sobrecargará la de por sí pesada tarea de estos servidores públicos mal pagados. Pero por otro lado, en el orden local el régimen ha cedido el control del territorio a los grupos criminales locales para aprovechar, así sea de forma indirecta, su capacidad de control relativo de otros delincuentes y generar rentas potencialmente utilizables como financiamiento electoral.
Pensando de manera optimista, uno creería que esta convivencia con grupos criminales locales que no forman parte de grandes organizaciones criminales nacionales se explica por incapacidad, oportunismo y la expectativa de que cuando el Estado así lo decidiera, podría eliminarlos del mapa. Sin embargo, como ha quedado patente este mismo año, el país sigue viviendo en la crisis de seguridad que ha caracterizado la vida pública en los últimos quince años. El gobierno de Sheinbaum nos ha vendido una imagen de avance en las tareas de seguridad, sin cambiar los pactos que sostienen estos órdenes locales. Quienes viven en las regiones rurales o las periferias de las ciudades de México entienden que las cosas no han cambiado sustantivamente. En muchas regiones del país de hecho han empeorado, como lo demuestra la crisis de desaparición forzada en todo el país.
La falta de autoridad de la presidenta es una limitante fundamental para defender la soberanía nacional. A los ojos del mundo, son los Estados Unidos quienes sancionan a los mayores líderes delincuenciales del país, y su asesoría tecnológica y logística es imprescindible para avanzar en la lucha contra los llamados cárteles. Pero en realidad los grupos locales del crimen organizado no pueden controlarse con grandes operativos o el descabezamiento de organizaciones. Tienen que combatirse desde abajo, desde los territorios mismos por policías y fiscalías locales. La utopía de una súbita solución al problema de la inseguridad es un sueño guajiro de parte de la derecha mexicana y una iresponsabilidad de los políticos de oposición, incapaces de proponer alguna política nacional alternativa en ningún campo de la política pública.
Este conjunto de condiciones crea una coyuntura crítica. La presidenta Sheinbaum conserva su popularidad y hace espectáculos “feministas” e “indigenistas” para dotarse de alguna legitimidad propia (olvidando a las madres buscadoras y a las y los verdaderos líderes de los pueblos indígenas). Pero el problema clave es el del combate a la impunidad y a la corrupción de su propio régimen, tarea inevitable por las presiones externas, por el descontento en las filas castrenses y por el costo político de mantener en sus puestos a los muchos políticos exhibidos por sus alianzas criminales.
Hay una patente pérdida de legitimidad del regimen, fundada en su origen en la promesa del combate frontal a la corrupción y el fin de la impunidad de los políticos. AMLO, el viejo líder, encarnaba supuestamente los valores defendidos: austeridad, modestia, sinceridad, búsqueda de justicia (entendida por él de forma sustantiva, material, no procedimental). Pero la dura realidad que enfrentamos hoy, ante los escándalos del contrabando de combustible y de corrupción en las obras del gobierno de AMLO, demuestran la falsedad del compromiso político de Morena y cuestionan la autoridad moral del líder.
Para sobrevivir políticamente, y consolidar un nuevo régimen autoritario competitivo, Sheinbaum tendrá que atacar las redes político-criminales y romper con AMLO. Si lo logra, habrá trascendido el populismo personal de López Obrador y habrá creado un piso de legitimidad de desempeño, una tarea formidable en estos tiempos convulsos. Pero eso no lo puede lograr sola. Necesita apoyo político más allá de las redes morenistas. Imposible saber si puede lograrlo desde arriba, sin un movimiento de base. Difícil tarea, pues el nuevo gobierno no puede ni quiere impulsar una transformación política democrática, sino consolidar el poder de un nuevo grupo político por vías autoritarias. Todo apunta a una guerra intestina que debe ser administrada con habilidad.
El reto no es sencillo. La imposición autoritaria de decisiones tiene límites de tolerancia en la sociedad civil. A pesar del estrepitoso fracaso que la llamada 4T ha tenido en reformar el Estado mexicano y en definir algo que parezca un verdadero proyecto histórico alternativo, ha tenido la ventaja de no tener oposición partidaria, destruida su legitimidad por sus excesos e incompetencia cuando ejerció el poder. Tampoco se percibe demasiada resistencia en la sociedad civil, golpeada de muchas formas en años recientes. Durante los gobiernos de la transición hubo cooptación de cuadros. Hoy vemos falta de liderazgo, cierre de espacios públicos donde nuevos actores pueden prosperar. Pero la limitación más seria que la sociedad civil padece desde la época de la transición es la continuidad del control caciquil y corporativo de los grandes sindicatos de México y la fragmentación organizacional de los campesinos y pobladores urbanos del país. Cuenta mucho también la falta de organización autónoma, profundo conservadurismo y falta de iniciativa de los liderazgos empresariales. Sin embargo, los tiempos cambian y la paciencia se acaba, como lo demuestran varios emergentes movimientos estudiantiles, las protestas contra la inseguridad, las resistencias indígenas y la persistencia heroica del movimiento de madres buscadoras de sus hijos desaparecidos. Ha llegado el momento de que los actores sociales asuman un protagonismo que no han tenido por demasiado tiempo.