Por Darío Fritz
El mundo de la imagen no solo cuenta de sonrisas impostadas, glúteos frondosos o postales edulcoradas. También tiene como fin el terror, establecer la insensibilidad y la indiferencia. En 2011, una foto logró recorrer el mundo y hacer saber que el poder se toma las cosas muy en serio. En la sala una docena de hombres miraban parcos y contenidos la pantalla. Uno de ellos era Barak Obama. Solo había dos mujeres y ambas desentonaban. Una por sentirse sorprendida, la otra, Hillary Clinton, se mostraba estupefacta con la mano tapándose la boca. Asistían en tiempo real a la operación militar que mató a Osama Bin Laden en su escondite en Pakistán. Esta semana asistimos a nuevas imágenes en video que bien tienen el valor de aquella. Una lancha rompe las olas para avanzar rápido con varias personas a bordo y es marcada desde arriba por la mira telescópica de un arma. De repente cambia el ángulo de la cámara y sale un fogonazo que más abajo se convierte en estallido y fuego. Han muerto once narcotraficantes, dice el propio Donald Trump, que advierte cómo resuelve su gobierno el tráfico de drogas. Sin aviso, letal, ajeno a tratarse de “una violación clara del derecho a la vida consagrado en el Derecho internacional para los derechos humanos” como reclama Amnistía Internacional. El reino absoluto de la impunidad y la imposición de la fuerza.
Si alguien dijo algo –¿qué hubiese pasado si el ataque fuese de rusos, chinos, cubanos o iraníes?–, provino de Washington para justificarse. “A la gente le importa un pimiento si el planeta aguanta o no. Todo el mundo vive como viven los miembros de Alcohólicos Anónimos: al día”, escribió Kurt Vonnegut en sus ácidas reflexiones de los años ‘90 sobre George Bush y su gobierno de “personalidades psicopáticas… gente que ha nacido sin conciencia, y resulta que de pronto están tomando el control de todo”.
Estas secuencias de violencia no son nuevas y en cada oportunidad se encargan de estremecer a la opinión pública con su carga de estupor, silencio y masividad a través de Internet. “La crueldad penetra por el pequeño tragaluz del ordenador o del móvil. Después del reinado de la telerrealidad, ¿hemos entrado en el de la ‘realidad terror’”, se preguntaba la filósofa italiana Michela Marzano en su ensayo “La muerte como espectáculo”.
Si alguna vez hubo rumores de películas snuff en la década de 1970 –filmaciones supuestamente reales de torturas y asesinatos, para un público restringido que pagaba fortunas para gozar del sufrimiento y la muerte de otros–, en el 2000 aparecen grabaciones esporádicas en la guerra separatista chechena y en 2004 toman por asalto el video. Las ejecuciones macabras de prisioneros occidentales en Irak y Afganistán son parte del terror y odio que intentan instrumentar grupos islámicos fortalecidos por el éxito de los ataques terroristas en Nueva York, Washington y Pennsylvania de 2001. Esa crueldad la veremos copiada aquí algunos años después, especialmente en Tamaulipas, por un grupo del crimen organizado. Por entonces, Bush padre diría con naturalidad que la ejecución en la horca de Sadam Husein filmada por sus rivales y permitida por sus soldados fue una “etapa importante”. Después del escándalo por los videos de la tortura de sus soldados contra detenidos en la prisión de Abu Grhaib, diría entre disculpas: “lamento que las personas que miran estas fotos no comprendan la verdadera naturaleza de América”. De presidente a presidente no hay mucha distancia. Trump advirtió en estos días: “Creo que mucha gente ya no lo va a volver a hacer. Cuando vean ese vídeo, van a decir: ‘no lo hagamos’. Tenemos que proteger a nuestro país”.
Marzano distingue que “entre la indiferencia y el cinismo, no hay más que un paso; permanecer sordo ante el sufrimiento significa en el fondo avalar a la crueldad que lo genera”. En su estudio “La mente de los violentos”, el español José Sanmartín reflexiona que “ellos, como nosotros, no padecen ningún trastorno mental grave que les incapacite para saber lo que hacen. Lo saben muy bien. Difieren de nosotros en que no parecen sentir lo que hacen”.
Cuando a Paul Tibbets, comandante del Enola Gay, le preguntaban si volvería a arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima, sacaba pecho y respondía: “Estoy orgulloso de lo que hice y volvería a hacerlo”. De 1945 a 2025, el desparpajo de sentirse intocable siempre cuenta.