¿A quién representan?

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Por Carlos Tercero

Las personas electas para ocupar regidurías, sindicaturas, diputaciones locales y federales, senadurías, así como presidencias municipales y gubernaturas. Recientemente, se han incorporado también impartidores de justicia del Poder Judicial. Todos ellos comparten la condición de representantes populares. Son ciudadanas y ciudadanos elegidos por el voto para actuar en nombre del pueblo y defender sus intereses en los órganos de poder público, como parte esencial de nuestro sistema democrático. Su función primordial consiste en traducir las necesidades sociales en políticas públicas, leyes, acciones y programas que prioricen el bienestar general por encima de intereses particulares o de grupo, siempre dentro del marco de la legalidad.

Como definición, lo anterior parece incuestionable, incluso alentador, sin embargo, en la práctica cada vez son menos los casos en que quienes resultan electos ejercen su mandato con auténtica vocación de representación. No basta con llegar al cargo gracias al respaldo de un sector del electorado, pues al asumir funciones se gobierna para la totalidad de la población, no para una fracción ni para quienes aseguraron el triunfo en las urnas; es decir, se adquiere una responsabilidad colectiva.

En este contexto, la pregunta se impone: ¿a quién representan realmente? ¿Al ciudadano común que paga impuestos, que espera servicios públicos eficientes, que exige seguridad y oportunidades, o a intereses personales, de grupo o económicos? La distancia creciente entre la clase política y la sociedad hace pensar que, en muchos casos, lo segundo pesa más que lo primero. Y esa brecha ha derivado en un profundo desencanto ciudadano, en la pérdida de confianza en las instituciones, y en la erosión del sentido mismo de la política como instrumento de organización y servicio público.

Ejemplos abundan. ¿De verdad alguien puede sentirse representado por el tristemente célebre presidente saliente de la mesa directiva del Senado, más recordado por sus dislates que por su trabajo legislativo? ¿O por diputadas y diputados que acumulan más escándalos que propuestas e iniciativas? Lo preocupante es que no se trata de episodios aislados, sino de un patrón cada vez más normalizado, donde los intereses personales y el espectáculo político prevalecen sobre el cumplimiento de un mandato popular, resultando en un vacío de representación.

No hablamos ya de una nueva clase política, con defectos o virtudes propias, sino del predominio de una política sin clase. No de un estilo personal de gobernar, sino de una forma de ejercer el poder sin estilo alguno, sin ética ni visión de largo plazo. Esa degradación empuja a la sociedad hacia el escepticismo, hacia la desafección política y, en el extremo, hacia el hartazgo frente a la vida pública.

La política, concebida como espacio de diálogo, construcción de consensos y búsqueda del bien común, se ha visto reducida en muchos casos a la arena de la simulación, el cálculo electoral y la promoción personal. Cuando eso ocurre, el ciudadano deja de verse reflejado en sus “representantes”, en sus instituciones. La representación se convierte en una ficción y la democracia se vacía de contenido. Lo que debería ser el puente entre el pueblo y el poder se transforma en un muro que separa y fragmenta.

No es casual que la confianza ciudadana en partidos, legisladores y gobiernos se encuentre en niveles tan bajos. La percepción de que “nadie me representa” se traduce en abstencionismo, en protesta social o en el apoyo a opciones antisistema que prometen romper con lo establecido. La consecuencia es una espiral de inestabilidad política e institucional que, lejos de fortalecer a la democracia, la debilita y la expone a salidas autoritarias.

En este panorama, la pregunta inicial adquiere toda su fuerza: ¿a quién representan quienes dicen representarnos? La respuesta, lamentablemente, es que con frecuencia solo se representan a sí mismos, a sus carreras políticas. Recuperar la verdadera representación implica un esfuerzo enorme, tanto de los propios actores políticos como de una sociedad más vigilante y exigente. Solo así será posible que la política vuelva a ser un espacio de confianza, de servicio y no de privilegios; de dignidad y no de descrédito.

 

3ro.interesado@gmail.com