Por Sandra Luz Tello Velázquez
Hace más de un siglo, el Museo del Louvre se estremeció al descubrir que su huésped más célebre había desaparecido. El 21 de agosto de 1911, el robo de La Gioconda desató un escándalo internacional, París en alerta, periódicos con titulares sensacionalistas, detectives, sospechas que veladamente señalaban a Picasso y Apollinaire, teorías conspirativas que orbitaban en torno a un vacío en la pared. Paradójicamente, fue ese espacio el que terminó por coronar la sonrisa de Lisa Gherardini y el misterio de Leonardo da Vinci, transformando a una mujer florentina en un icono universal. Entonces, el mundo descubrió que aquella pintura era más grande que su propio marco y el vacío que dejaba en la pared, no solo era una obra de arte era un concepto, inspiración, un ícono de todos los tiempos.
La Mona Lisa es mito, pues en esa sonrisa está cifrado el genio de Leonardo da Vinci, capaz de condensar en un solo gesto la profundidad de la condición humana. Lisa Gherardini, la modelo es también Leonardo proyectado en ella, es la obsesión por atrapar lo inasible. La técnica sfumato diluye la frontera entre la luz y la sombra, convierte al rostro en el centro que nunca se fija del todo, siempre parece filtrarse la confesión de que el artista se pintó a sí mismo, quizá esa sea la incógnita que Leonardo Da Vinci dejó abierto para siempre.
La Gioconda es espejo y retrato del propio Da Vinci, quien, al buscar lo eterno en la piel humana, terminó proyectando en el lienzo la tensión de su propio enigma. Siempre surgen cuestionamientos acerca de lo que puede verse en esa sonrisa, podría ser el gesto de la modelo o la mirada del pintor sobre sí mismo. Quizá en esas dudas radica su fuerza, en recordar que toda obra de arte es también un autorretrato.
El robo de la pintura en 1911 multiplicó su significado, entonces la Gioconda se convirtió en la obra plástica más famosa del planeta, adquirió un aura mediática inseparable de su misterio y aunque es innegable que mantiene su espíritu como obra de arte, aquello que se desprende de su unicidad, de su originalidad irrepetible, también es cierto que, en este caso, se le sumo la noticia de su desaparición, por lo que se transformó en objeto de deseo y símbolo de un patrimonio colectivo que el mundo siente suyo hasta la fecha. La Gioconda traspasó las puertas del Louvre, llegó a las portadas de revistas y ahora ocupa la imaginación popular.
El siglo XX la transformó en un producto. Reinterpretada por Duchamp con bigote y perilla, también se ha reproducido en camisetas, carteles, tazas y hasta “memes”. La sonrisa enigmática de la Mona Lisa forma parte de la lógica del mercado global, así se diluyó su exclusividad, pero se expandió su poder comunicativo. Su transformación en mercancía la convirtió también en una colonizadora de la cultura visual, la mayoría de la población mundial. Incluso quienes nunca han puesto un pie en París conocen su rostro, su poder radica en romper con las barreras geográficas, culturales y sociales.
No obstante su verdadero valor persiste en la modernidad de la mirada, pues Da Vinci demostró que el arte reinterpreta y como legado nos lleva a dudar de lo fijo, a reconocer las ambivalencias, ya que cada visitante que se detiene frente al vidrio blindado en el Louvre ¡contempla un retrato y se enfrenta al cuestionamiento sobre su propio yo, en un mundo que discute sobre la inteligencia artificial y el futuro de la creatividad, la Gioconda nos recuerda que lo que nos conmueve no es la perfección técnica, sino la grieta del misterio.
Por último, Da Vinci fue un signo abierto a infinitas interpretaciones. Y en ese gesto radica su genio, supo que la verdadera innovación no está en lo concluido, sino en lo que permanece inacabado, interpelando, provocando. La sonrisa enigmática, es mucho más que un gesto femenino, es una metáfora de la transformación, del arte que se reinventa y de una humanidad que se admira ante lo enigmático.