Por Darío Fritz
Resulta desolador eso de no encontrar tu lugar en el mundo. Lo cargamos alguna temporada en la adolescencia cuando la bipolaridad hormonal excluye todo raciocinio. Cuando ante la tercera experiencia de la pareja desbaratada estalla la pregunta de dónde quedó el misterio de la pasión insobornable. Cuando la migración al exilio es lo único que queda ante la muerte amenazante. Cuando el vacío de la tarde del domingo te apoltrona ante el aburrimiento y la desazón. Cuando a los 24 años te preguntas qué hacer, sin trabajo, sin estudios, sin intenciones, mientras los de tu edad ya tienen título, carrera profesional, viajes, hijos. Cuando te estancas en el conformismo.
Algo tan aterrador como esa necesidad de sobrevivir en el limbo la experimenta Sarah, una chica austríaca experta en artes marciales de la película Moon (2024), que ante sus derrotas en el ring side, el desprecio de sus alumnas fresas en el gimnasio y una hermana censuradora ante cada paso que da, decide romper con el circuito vejatorio de vida vacía y se lanza por una aventura laboral en Jordania. Con la ilusión de encontrar en el lugar exótico y desconocido donde pueda reconocerse a sí misma. La búsqueda se vuelve desagradable. Las tres adolescentes a las que debe entrenar en artes marciales viven tan vacías como ella, en una casa de espacios desolados, casi una cárcel VIP. Si algo pretenden en realidad es huir de la opresión y vigilancia a la que las somete su hermano, por órdenes de un padre al cual reconocen como un criminal. La película multigalardonada de la iraquí-austríaca, Kurwin Ayub, deja ver que en un lado como en el otro, en Occidente o en Medio Oriente, entre mujeres adolescentes o una joven madura, las cuatro pueden ser parte de un mismo espejo donde cada una se percibe extraña en su propio mundo. Lo peor será que cuando Sarah regrese a su departamento en Austria, la recibirán las mismas paredes anodinas, la misma hermana agria, el mismo gimnasio de clientas triviales. En uno u otro lado, forcejea con la duda: ¿cuál realidad será menos ajena?
En ese reflejo maniqueo que tienen muchos, de pretender formatear al mundo a su antojo, tratan como ese hermano de las muchachas jordanas, que flotemos en su burbuja sin chistar, sin paracaídas para el aterrizaje. Te encierran en frases hechas: no hay país como el que naciste, como su comida, como su gente, pero resulta que no puedes comparar porque el único extranjero con el que te cruzaste en la vida fue en el café cerca de la oficina donde el muchacho africano trabaja diez horas al día. Te exigen enfervorizados que sigas las palabras de un tótem porque así lo decidió miles de años atrás. Te imponen que operes esa nariz porque debes realzar mejor tu figura. Te amenazan la vida si no entregas todos los meses una cuota de tus pertenencias. Te aseguran la cárcel si no traes documentos de identificación, si te comprometes con las banderas de quienes le han quitado la tierra, si señalas como genocidas a quienes masacran y llevan a la hambruna de a miles, a civiles, a mujeres y niños indefensos.
Son especialista en negar el cielo cuando pretendes volar por ti mismo, cuando en realidad, como dice W.S. Merwin, “No te aflijas / de que el cielo no exista, sino / de que exista sin nosotros”. Sarah se mantiene incrédula todo el tiempo. Quizá ese lugar en el mundo no exista. Y bien puede aproximarse al verso de Dylan Thomas: “He oído el contar de muchos años / Y muchos años tendrían que atestiguar un cambio / La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque / aún no ha tocado el suelo”.