Por Darío Fritz
La vida, tan bella como bronca, no para. Aunque el compás vacacional de julio pretenda ponernos a salvo por unos días y darnos por nuestro lado. Días de vivir a ciegas, atenazados a la sorpresa de romper los moldes de las rutinas de tiempos cansinos y repetidos que arrancamos once meses atrás. El veranito corto, casi que efímero —cuatro días de playa, en todo caso de seis a diez días de recorrer ciudades en provincia o en el extranjero, días de disfrutar la casa, el departamento, justificamos, cuando no hay dinero ni para ir a la esquina—, renueva energías, convencidos de retomar el nudo enrevesado de la cotidianidad. El tiempo que no regresa, cortejado como un paréntesis. Una pretensión de pasar de largo ante el ruido externo. Ni acariciados por el aumento del jitomate, las barbaries de la violencia, el imperio malicioso de los aranceles o el agua que falta en la colonia.
Días atrás, seis parejas de bailarines desarrajaban sus pies sobre una tarima, bañados en el sudor de trajes típicos jarochos, tapatíos y oaxaqueños, a pura sonrisa y alegría, ante más de un centenar de personas que cenaban al aire libre. Debería ser algo frustrante para ellos ver desde allí arriba aplausos tibios y desperdigados ante la pausa de cada tema musical acabado. El entretenimiento puesto en las pantallas de los celulares no daba lugar para prestarles atención. Era más fácil discernir un público ensimismado en el tedio del aburrimiento, el frenesí por ver el último video de TikTok, en qué andaban los amigos o revisar el impacto de la última foto subida a la red. Hay rutinas que ningún tiempo puesto entre paréntesis logra romper. Ni en vacaciones.
Sería muy pretencioso esperanzarnos en que alguien allí se preocupara porque el mar a medio centenar de metros de esa noche de platos y música tradicional pudiera alzarse contra ellos en cualquier instante. Algo de eso había. A miles de kilómetros se estaban formando posibles tsunamis a consecuencia de un terremoto en Rusia. El mar se alzaría en todo caso 20 centímetros unas cuatro horas después, pronosticaba la alerta de la Marina mexicana. Un aviso de tranquilidad para que la fiesta digital continuara en paz, como todos los días.
No se hace fácil abrazarnos a la ignorancia. Menos en vacaciones. Ya nadie quiere despegarse de la tablet, el celular, la computadora. La posibilidad de que nos llueva información dependerá de cuan generosa queramos que caiga. Podemos tardarnos en saber sobre el tsunami o desconocemos al detalle que la población con hambre ha descendido en centésimas en el mundo, como dice la FAO en su informe más reciente. También que descendió la prevalencia mundial de la inseguridad alimentaria moderada o grave, que hay menos niños con retraso en desarrollo nutricional, que el sobrepeso infantil no se modera, la obesidad crece entre los adultos, hay mayor anemia entre mujeres, que la inflación en aumento pega a cualquier política de mejora en el desarrollo social.
Aun así, el entorno digital y las vivencias personales nos informan, al menos desde la superficialidad, para entender sin necesidad de la abundancia de detalles. Sabemos de la pobreza, aunque nadie haya dicho que hay 800 millones de personas en esa situación. Que sí padecemos más temperaturas altas, porque han subido 1.55 grados centígrados desde los tiempos preindustriales. Hallamos que ya no se habla tanto de infecciones de VIH, porque la prevención la disminuyó 40 por ciento. Datos y más datos para corroborar la realidad.
Si el tiempo no lo detenemos, al menos que no pase de largo. Y lo aprovechemos para algo. “La gente se apresura más bien de un presente a otro”, dice el filósofo Byung-Chul Han. “El futuro se reduce a una permanente actualización de lo actual”. Prenderse a los sones jarochos o tapatíos no requiere necesariamente de asistir a festivales o a un exceso de mezcales. Las emociones del presente se deberían disfrutar en tiempo real, en días de vacaciones o con el estrés apretando a la yugular.
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