Por Darío Fritz
No hay conmoción entre dos que rompa moldes como un abrazo. De padres a hijos, de parejas a la hora de dormirse, del reencuentro entre amigas, de un familiar que recibe a otro tras una larga ausencia, de deportistas que comparten el triunfo. El cuerpo siente la potencia y el prodigio del otro, la piel se agita, el espesor de cada músculo convulsiona. “Jesús regala abrazos”, dicen los creyentes. Hasta podría decirse que hay un abrazo para la gratitud, la formalidad, el respeto traducido en cariño cuando se hace cara a cara. Ese abrazo denota el estado del otro tanto en la manera como en la energía: hace sentir al alegre, al deprimido, al distante, al enfermo. El abrazo fraternal. Descubre al huesudo o al excedido en descuidos alimenticios. Y está el otro abrazo, el que va por la espalda, el del rodeo que aprieta la cintura: el “caracol del abrazo” en palabras de la poeta Piedad Bonnett. “De dos que suman uno”. Propio de parejas y amantes, del coqueteo en tiempos adolescentes. Tierno, desinhibido. Del hombre que apapacha a la mujer, casi siempre. La poesía lo inmortaliza con candidez –“abraza mi cintura en su cintura”, describe Bonnett-, así como apunta a la desesperación: “No me abrazarás nunca como esa noche nunca/ No volveré a tocarte. / No te veré morir”, dice Idea Vilariño en “Ya no”.
La infalibilidad del abrazo nunca debería romperse, aunque se quebranta. Ocurre. La estadística podría arrojar aquellos de un caso en millones de posibilidades. Y cuando sucede deja un tendal escandaloso. Le ocurrió, o fueron víctimas de su propia inocencia, al CEO y la directora de recursos humanos de una empresa de datos, descubiertos por una Kiss Cam en el último concierto de ColdPlay en Boston. Aquel video que los evidenció en un abrazo en caracol nunca hubiese llegado a tener más de 50 millones de reproducciones en TikTok si no hubiesen huido despavoridos al ser descubiertos. La infidelidad resultante no requirió más de cinco segundos para comenzar a dar la vuelta al mundo y saltó por los aires para aplastar todo derecho a la intimidad y la privacidad.
Ya tiene un buen tiempo en que intimidad y privacidad han sido avasallados para caer en mano de unos pocos mercaderes que lucran con ellas. La explosión tecnológica vía internet y redes sociales las han encumbrado como un derecho etéreo del cual somos víctimas, sino es que nos dejamos encandilar simplemente por figurar en el reducido mundo de la aldea digital.
El acoso que rompe intimidad y privacidad es permanente. Llega a celulares, correos electrónicos, cuentas en redes, sin que sepamos nunca de donde acceden a los datos personales para ofrecernos tarjetas bancarias, descuentos en tenis o extorsiones.
Una encuesta reciente del INEGI advierte sobre el ciberacoso que llega en forma de mensajes ofensivos, insinuaciones o propuestas sexuales vía Whatsapp, Facebook y llamadas a teléfonos celulares. Casi 19 millones de personas -21% de la población del país- a partir de los 12 años, fue víctima en 2024 de ciberacoso. Las mujeres son quienes más lo sufren, 22.2 % frente a 19.6% de los hombres. En el 62.9% de los casos, el contacto lo hacen desconocidos. La respuesta inmediata de las víctimas a los ciberataques sexuales recae en el bloqueo. Tan solo 11% recurre a una denuncia formal ante el Ministerio Público, Fiscalía Estatal o el proveedor del servicio.
Una vida se puede romper en instantes a la velocidad de las redes. Así lo haga una “cámara de los besos” o un mensaje escrito. Las consecuencias para unos pueden ser rompimientos de parejas o pérdidas laborales, y los cuestionamientos morales, así como para otros se manifiesta en el temor a que el acoso se traslade a violencia en las calles. “No te liberes de mi abrazo, ahora que me derrumbo”, dice la letra de una de las canciones populares del turco Ibrahim Tatlises. Caminar en solitario puede que solo favorezca a quienes se apropian de la intimidad.