Por Fernando Vázquez Rigada
Me han comentado decenas de gobernantes que su primera preocupación una vez electos es: ¿Quién será mi sucesor?
Se trata de la decisión más compleja. En quién depositar la confianza para ganar la elección, continuar el trabajo y contar con protección.
Se dice, con razón, que el año más difícil para cualquier gobernante es el séptimo o, bien, el primero después de dejar el cargo.
Talleyrand decía que, en política, la traición es sólo cuestión de tiempo.
En un país como el nuestro, la enorme maraña de intereses, la vastedad de actores, la complejidad de conflictos, la magnitud de compromisos que se asumen y se cumplen, y los que no, juegan siempre como pagaré del gobernante.
De ahí que la lealtad, o al menos la neutralidad, sea una de las consideraciones centrales para elegir a quien deberá enfrentar en las urnas a sus opositores.
Luego vienen las elecciones. Se trata de ser leal, pero no sólo de ser leal, también de poder ganar una elección.
Y después, el ejercicio de legitimación desde el poder.
Un imperativo para el que llega es imponer su estilo. Mostrar quién manda. Fijar su agenda.
En ocasiones, eso se logra rompiendo o, peor, persiguiendo. En otras, no.
Cárdenas derruyó el maximato y desterró a Calles. Ruiz Cortines demolió mediáticamente al alemanismo. Echeverría rompió con Díaz Ordaz y López Portillo mandó a Echeverría las Islas Fiji. De la Madrid encarceló a amigos próximos de López Portillo y Zedillo al hermano de Carlos Salinas.
En cambio, López Mateos, Díaz Ordaz y Carlos Salinas fueron respetuosos de sus antecesores. Esa misma ha sido la tesitura del siglo XXI, pese a que ha habido tres alternancias.
El caso es que, hasta hoy, nunca se había cuestionado, para usar la expresión de Javier Moreno, quién manda aquí. Quién era el dueño, o la dueña, del tablero, los dados y las fichas. Sólo Cárdenas y López Portillo enfrentaron un dilema similar.
Hay diferencias centrales. Primero: Cárdenas tenía de homólogo en Estados Unidos a Roosevelt y López Portillo -un tramo- a Carter. Nada que ver con la presión que se enfrenta hoy.
Segundo: pese a las complejidades de ambos momentos, nada se asemeja a la coyuntura que vivimos hoy: de violencia, de complicidad, de corrupción, de descomposición social, de gobernabilidad con alfileres.
La carta de la Casa Blanca amenazando con la imposición de aranceles del 30% es un dardo a los equilibrios del régimen. El núcleo del castigo es la protección política a la producción y trasiego de fentanilo.
La acusación agarra fuelle con la protección a altos mandos políticos del régimen. De líderes parlamentarios, a ministros y ejecutivos estatales o municipales. La sospecha en la población se torna en certeza. La impunidad se entiende como complicidad.
Castigar o hacerse de la vista gorda.
Es un dilema terrible para el más alto nivel.
Por un lado, está su convicción de lealtad con su antecesor. Pero esa lealtad no puede, por un lado, extender una patente de corso a todo el movimiento ni, tampoco, detonar un castigo arancelario-económico que perjudicaría gravemente a la población.
Una cosa es que la amenaza de aranceles ya no asuste a los mercados y otra es que su imposición efectiva no genere un shock serio a la economía. Y un shock llega a los hogares que, sin empleo, no encontrarán satisfacción en los programas sociales.
Llegó el momento de elegir.
Cinco años de carga son demasiados. No vivimos el final de un sexenio, sino el principio.
Ejercer el poder es optar. Elegir por el mal menor.
¿Cuál será? Ya lo veremos. Envolverse en la bandera, y aguantar al costo que sea, o confirmar la tesis de Manlio Fabio Beltrones:
—Uno nunca elige a su sucesor, sino a su verdugo.
@fvazquezrig