Crónica de una democratización frustrada

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Por Alberto J. Olvera

El “constitucionalismo salvaje” que ha puesto en marcha la 4T desde septiembre de 2024 ha cancelado las escasas ganancias (muchas de ellas, más bien, simbólicas) que se lograron en el proceso de democratización mexicano en lo que va del siglo XX. La facilidad con que se ha desestructurado ese orden demuestra hasta qué punto fue un proyecto fallido. Como demostró Whitehead en Democratización. Teoría y experiencia (FCE, 2011), la construcción de la democracia es un proceso de largo plazo que empieza por lograr elecciones competitivas, pero que debe avanzar hacia el desarrollo de un Estado funcional, un orden legal efectivo, un mercado no capturado por completo por monopolios u oligopolios y un sistema de justicia operativo y con capacidad de controlar la delincuencia, al menos en sus expresiones más crudas. Para ello se requiere garantizar libertades básicas y permitir el desarrollo de una sociedad civil autónoma.

En México, y en la mayoría de los países democratizados de forma reciente, casi ninguna de estas condiciones acompañó a la democracia electoral. Tuvimos elecciones competitivas sin construcción de instituciones estatales sólidas, que continuaron colonizadas por grupos políticos y de interés como en la época autoritaria. Incluso las nuevas instituciones “autónomas” y algunas colegiadas, que de alguna manera pretendían suplir las deficiencias estructurales del Estado, fueron capturadas de origen, como demuestra el caso extremo de los Sistemas Anticorrupción (federal y estatales).

Lejos de desarrollar un sistema de justicia robusto, los gobiernos de la transición hicieron reformas parciales (juicios orales, policía federal, “fiscalías especializadas”, algunas policías locales financiadas por empresarios) que naufragaron en el mar de intereses anclados en las entrañas institucionales. Peor aún, en un momento histórico en que, por razones de mercado, el crimen organizado vinculado al tráfico de drogas se empoderó a niveles nunca vistos, no hubo instituciones de seguridad que lo combatieran. Por el contrario, los intereses de corto plazo de todos los partidos facilitaron la alianza y tolerancia con los grupos criminales. La fragmentación del poder que debilitó el viejo orden centralizado dejó amplios espacios vacíos donde la delincuencia prosperó y se convirtió en un poder fáctico con el cual los políticos tenían que pactar.

Las fuerzas armadas, el recurso de última instancia de todo Estado, adquirieron un enorme poder pero al mismo tiempo quedaron atrapadas en las redes de la corrupción sistémica: se convirtieron en parte del problema y no en su solución. Y si bien las libertades se ampliaron, el campo de la libertad se limitó a las élites intelectuales y políticas. El mundo sindical continuó controlado por corporaciones mafiosas, y la población rural quedó sometida a diversos órdenes autoritarios locales, violentos. La escasa sociedad civil heroica de los noventa la absorbieron los gobiernos de la transición y sus sectores más lúcidos evolucionaron hacia un modelo de think tanks, separado por naturaleza del activismo civil de base. La democracia mexicana fue muy frágil, muy superficial, muy elitista y, a últimas fechas, capturada por una oligarquía política mediocre y oportunista.

Por desgracia, el proyecto populista de López Obrador no profundizó el proceso de democratización. Por el contrario, el diagnóstico de AMLO fue que la democracia electoral corrompió a los partidos, a los gobiernos y a la sociedad civil misma. Se requería una transformación moral que iría de arriba hacia abajo, desde la magnífica altura y dignidad de un presidente casi santo hacia una sociedad a la que había que domesticar y ordenar, castigando en el camino a los políticos corruptos y reconstruyendo la soberanía estatal por medio de la recentralización del poder en la presidencia.

La narrativa de la 4T fue la de una gesta moral, no un proyecto político en el sentido de construir instituciones, sino un proceso de desplazamiento de los políticos corruptos y su sustitución por otros que obedecieran al líder, limpiando de forma gradual al gobierno de redes de intereses privados. Como el problema era moral, no hacía falta crear instituciones, pues según AMLO, el ejercicio de gobierno no exige más que honestidad, sentido común y obediencia al líder que todo lo sabe. Se trató de un proyecto populista simple y llano, que añoraba acríticamente el orden autoritario del pasado y recuperaba el proyecto desarrollista en una época en la que ese horizonte tenía décadas de ser inviable.

Lo paradójico fue que, para moralizar la casa, López Obrador recurrió a métodos inmorales. Para darle presencia territorial a su partido y controlar gobiernos estatales y municipales, el líder pactó con toda clase de partidos y políticos del viejo régimen, sin importar su pasado de corrupción ni las redes de intereses a las cuales pertenecían. Las alianzas non sanctas con el Partido Verde, el más corrupto y oportunista que hay, y con el Partido del Trabajo, una vieja mafia política profesional, anticipaban ya un desastre, pero eran necesarias para gobernar y crecer.

Para desplazar (hasta cierto punto) a algunos de los empresarios favorecidos por los gobiernos de transición se apoyó a otros tan corruptos como los anteriores, y por los mismos métodos (contratos a dedo). Para moralizar a las policías se militarizó poco a poco a todo el sistema de seguridad, como si el ejército no hubiese sido parte del orden criminal previo. Peor aún, se le dio a las fuerzas armadas un poder administrativo inédito, responsabilizándolas de innumerables tareas civiles para las cuales no tenían preparación alguna, agudizando la desinstitucionalización del escaso Estado que había, politizando al estamento militar.

Era tan profunda la crisis de legitimidad del régimen de la transición —que no había disminuido la desigualdad, no había creado instituciones sólidas, no abrió espacios de libertad para los sectores populares ni controlado al crimen— que fue suficiente que AMLO tuviera un éxito rotundo en materia de disminución de la pobreza de ingresos para crear una hegemonía decisiva. Parece contraintuitivo que un gobierno tan ineficaz y ahora fracasado en su gesta moralizadora lograra convencer a la mayoría de la población de que era mejor darle continuidad a cambiarlo por los políticos del pasado. López Obrador tuvo un poder narrativo que hizo la diferencia: recuperó la dignidad simbólica del pueblo, le habló de frente y en su lenguaje a los sectores populares, los reconoció como sujetos (así fuera pasivos) de la historia del presente. El contraste con la élite tecnocrática no podía ser mayor.

El problema ahora es que las contradicciones flagrantes de la 4T ya no pueden ocultarse, y menos después del triunfo electoral decisivo de Morena en las elecciones de 2024 y las sucias e inmorales maniobras que le permitieron hacerse de una mayoría calificada en ambas cámaras y lanzar un proceso de constitution making súbito y radical. Se detonó un proceso de autocratización, concepto más preciso que el de retroceso democrático, que da la idea de que el orden que existía era, de hecho, democrático. La democracia del régimen de la transición era muy precaria y el populismo de López Obrador estuvo limitado por su falta de mayoría absoluta en el congreso así como por un poder judicial federal que tuvo unos cuantos pero importantes momentos de autonomía. Ambas condiciones ya no existen más. El régimen recién creado es más autocrático, pero no puede prescindir de la competencia electoral ni puede ignorar las múltiples resistencias sociales, ni menos las presiones internacionales.

La última oleada de reformas constitucionales ha culminado casi en su totalidad el programa lopezobradorista de restauración (por la vía democrática) de un régimen presidencialista, centralista y autoritario. Sólo queda pendiente la reforma electoral, la más compleja de todas por su potencial de afectar las bases de la coalición oficialista y la legitimidad del propio régimen. La regresión autoritaria de este verano ha tenido dos momentos culminantes: la elección de la mitad de los jueces del país el pasado 1 de junio, en un proceso que ha roto de facto los principios más básicos de una elección democrática; y la elevación a rango constitucional de la militarización de la seguridad pública, un retroceso legal y moral con peligrosas consecuencias de largo plazo.

Al mismo tiempo, una prolija legislación secundaria se ha aprobado para consolidar la concentración en el gobierno federal del acceso a la información pública y la protección de datos personales, que dejan de ser derechos ciudadanos, poniendo a discreción del gobierno su uso. De la misma forma, al desaparecer el Coneval, la evaluación de la gestión pública y toda la información producida por la misma, quedan ahora en manos del gobierno federal. Otros retrocesos legales e institucionales en materia de libertad de expresión se han producido vía legislativa con el pretexto de regular las redes sociales digitales, vía un auténtico “lawfare” al usar mecanismos innovadores de protección contra la violencia política de género como herramienta de censura a periodistas. Por si algo más hiciera falta, el escándalo del “huachicol fiscal” de gasolinas demuestra el grado de corrupción generalizada que ha caracterizado al gobierno de Morena, hecho que por sí mismo rebate la legitimidad de su proyecto. Cerrando la pinza, está la inminente amenaza de las declaraciones de la familia Guzmán en las cortes de Estados Unidos.

La autocratización en marcha plantea un problema al régimen. Ha logrado concentrar el poder en el ejecutivo de una forma no vista desde los tiempos de Salinas. Ha cooptado al estamento militar al darle enorme poder económico y control de poblaciones y territorio. Ha destruido a los partidos de oposición hasta hacerlos irrelevantes. Al mismo tiempo, ha perdido al enemigo visible contra el que luchar y al que culpar del desastre presente. Ya no hay líder carismático que logre distraer la atención del público y se victimice por cualquier contratiempo o banalice los errores cometidos. La lucha por el poder está ganada, pero eso significa que ahora la disputa por el poder territorial, sectorial, económico y electoral se librará dentro de la coalición gobernante, en la que conviven toda clase de intereses y subsisten pactos mafiosos que cuestan mucho dinero e implican riesgos de ingobernabilidad si no se respetan sus privilegios.

El escándalo del huachicol exhibe al régimen de cuerpo entero. Miles de millones de dólares de gasolinas y diesel importados de manera ilegal están siendo “descubiertos”, así como depósitos gigantescos de gasolinas y gas extraídos de manera ilícita de los ductos de Pemex. El problema que López Obrador dijo haber resuelto en los primeros meses de su mandato ha hecho metástasis generalizada. El ejército y la marina (que controlan aduanas y puertos), gobiernos estatales, dependencias federales, Pemex, Guardia Nacional, policías estatales y municipales, gobernadores y alcaldes, y cientos (si no es que miles) de empresarios gasolineros legales e ilegales, de México y de Estados Unidos, están involucrados en este gigantesco negocio. Esta trama de corrupción es tan grande que es imposible ignorarla; al mismo tiempo, no se le puede sancionar sin lastimar a muchos miembros de la coalición gobernante y a oficiales de alto rango de las fuerzas armadas. Peor: ¿dónde quedó la superioridad moral de Morena, y la supuesta honestidad constitutiva de los militares?

El mismo problema, tal vez multiplicado y más transparente, se hará patente cuando los hijos del Chapo Guzmán cuenten toda la historia de sus acuerdos con políticos y empresarios en México a lo largo de al menos tres décadas, sobre todo en el gobierno de AMLO, cuando la producción y exportación de fentanilo creció de manera exponencial. El gobierno de Trump va a tener muchas cartas que jugar contra el gobierno mexicano, más aún si también “canta” el Mayo Zambada.

Toda crisis es una oportunidad de cambio. El problema de la presidenta Sheinbaum es que está sola frente al monstruo interno que creó López Obrador con sus alianzas, y sola frente al monstruo externo que representa Trump. Ha roto vasos comunicantes con la oposición, con los actores de la sociedad civil, con los medios. El recurso al nacionalismo retórico y a la amenaza externa es muy riesgoso cuando el presidente de Estados Unidos está de por medio. La desesperación puede conducir a que la presidenta use el arsenal autoritario de que ahora dispone. La moneda está en el aire.

 

Artículo publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo.