Itinerario: 1997-2024

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Por Alberto J. Olvera

La transición a la democracia en México fue la más tardía en América Latina. La alternancia en la Presidencia el 2000 se dio once años después de la caída del Muro de Berlín y más de una década y media luego de las transiciones en América del Sur. Esta anomalía habla de la capacidad del régimen priista para sobrevivir a múltiples crisis económicas y políticas. Cabe recordar que ese régimen propició desde adentro el paso del desarrollismo estatista del siglo XX al neoliberalismo de fines del siglo, proceso que en otros países condujo a dictaduras o crisis políticas muy graves.

En México, la movilización de las clases medias y populares creció en la segunda mitad de los años ochenta y continuó de forma incesante en los noventa. Las protestas tuvieron una canalización a partir de la crisis política de 1988. Por un lado, el fraude electoral en las elecciones presidenciales motivó la transformación del PAN, un partido de derecha conservadora, en una organización política controlada por empresarios locales, con presencia en buena parte de la provincia mexicana. Así como la formación del PRD, en el cual confluyeron los sectores nacionalistas desplazados del PRI, una pequeña izquierda partidaria y una amplia izquierda social, que decidió luchar electoralmente para lograr un cambio político.

La transición a la democracia en México consistió en una serie de reformas electorales. La primera tuvo lugar en 1977 y la casi definitiva, que marcó un antes y un después en la transición, en 1996.1 Los veinte años que transcurrieron entre la primera reforma significativa y la segunda constituyeron un periodo de crecientes conflictos poselectorales marcados por la violencia, especialmente entre 1988 y 1995.

La liberalización política fue muy conflictiva. Las negociaciones entre el gobierno y los partidos opositores fueron en gran medida una respuesta a una movilización social que asustó a la clase política. Destaca el surgimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en enero de 1994, la Alianza Cívica —un movimiento prodemocrático nacional de las clases medias urbanas—, numerosos y variados movimientos estudiantiles y campesinos. Hubo también episodios de violencia política extrema no sólo en Chiapas y Guerrero. La transición a la democracia fue, en gran medida, una respuesta política a un proceso que se generalizó, pero que era disperso y desarticulado, de insurrecciones cívicas locales, que involucraron a numerosos grupos sociales, tanto urbanos como rurales.

La transición conservadora

En la elección intermedia de 1997 fue cuando el panorama cambió de forma radical: el PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados, la mitad de las ciudades capitales del país y la Jefatura de Gobierno del entonces Distrito Federal. En las elecciones presidenciales del 2000 se consumó la alternancia en la Presidencia de la República. La democratización electoral permitió un cambio de régimen, desde un presidencialismo casi absoluto anclado en un partido hegemónico y tres partidos principales: el PRI, el PAN y el PRD. La tragedia de la transición mexicana fue el bloqueo mutuo que el partido de derecha y el de izquierda ejercieron uno sobre el otro, lo cual colocó al PRI en la privilegiada posición de partido bisagra y socio necesario para la gobernabilidad del país.

Un empate de fuerzas paralizante porque el poder presidencial en México era y es sumamente débil desde el punto de vista jurídico. El presidencialismo casi absoluto de la época del PRI tenía un carácter metaconstitucional: se basaba en un partido único y en la subordinación política de los poderes Legislativo y Judicial al Ejecutivo. En ausencia de esas condiciones, los presidentes tenían que negociar todo lo que decidían. El PRI conservó un poder de veto sobre la emergente democracia porque tuvo hasta 2018 al menos un tercio de los asientos del Congreso, y la mayoría de las gubernaturas y de las presidencias municipales, además del control de las estructuras corporativas sindicales, fundamentales en el mantenimiento del orden y en la movilización electoral.

El viejo régimen mantuvo vivas sus estructuras nodales: el corporativismo, el clientelismo particularista, la corrupción sistémica y el control sobre las clases gobernante y política.

Los partidos antes opositores tenían una débil implantación nacional, por lo que tuvieron que recurrir a la cooptación de políticos del viejo régimen. Las elecciones permanentes condujeron a necesidades enormes de financiamiento electoral que el sistema público vigente no alcanzó a cubrir; se obligó a que los partidos buscaran financiamiento privado, cargado de compromisos y que implicó la generalización de prácticas ilegales.

La competencia electoral permanente y la rápida rotación de la élite política no permitieron que hubiera espacios, tiempo ni condiciones para establecer pactos duraderos y significativos en algún campo de la política nacional. Además, se bloqueó la profesionalización y especialización de la propia clase política. Ese conjunto de factores explica, también, la baja institucionalización de los partidos y la ineficacia estructural de los tres niveles de gobierno y de los poderes legislativos federal y locales. El PRD y el PAN copiaron las tecnologías y las prácticas del viejo partido oficial con el fin de ganar elecciones a como diera lugar.

La autodestrucción

El factor que terminó de descarrilar el escaso potencial democrático de la transición fue el conflicto poselectoral de 2006. El desgaste de Vicente Fox y la campaña permanente de Andrés Manuel López Obrador desde el gobierno de la Ciudad de México lo catapultó en todo el país. Su radicalismo discursivo asustó a las élites económicas y políticas mexicanas. Mediante una enorme movilización y una campaña impresionante, el candidato del PAN, Felipe Calderón, obtuvo el triunfo con apenas el 0.5 % de ventaja. López Obrador denunció un fraude electoral a gran escala y se autonombró “presidente legítimo”. La legitimidad del proceso y del IFE quedaron en duda.

Ilustraciones: David Peón

Desde 2003, el PRI y el PAN habían lesionado seriamente la autonomía del Instituto Federal Electoral al repartirse, entre ellos, las consejerías de la institución, reemplazando a la generación fundacional. De manera análoga, las instituciones autónomas federales y estatales creadas en esos años fueron colonizadas de origen por los partidos políticos. Ese contexto explica que el movimiento de López Obrador haya tenido una fuerza extraordinaria y persistente.

La debilidad de Calderón lo condujo a lanzar la llamada “guerra contra el narco”, una ofensiva militar contra grupos delincuentes en Michoacán y políticos locales del PRD, supuestamente aliados con ellos. Desde su origen, el combate al crimen organizado se politizó, usándolo de manera selectiva contra enemigos políticos.

La pérdida de la autonomía de las instituciones electorales y la total permisividad en la competencia electoral, condujo a que varios gobernadores, sobre todo del PRI, establecieran alianzas con grupos del crimen organizado para financiar ilegalmente las campañas de sus sucesores y contribuir a financiar las campañas nacionales. De hecho, los gobernadores se convirtieron en autócratas subnacionales, sobre quienes ninguna institución o autoridad podía ejercer ningún control legal ni institucional.

Desde el inicio de la transición los gobernadores del golfo de México (Tamaulipas, Veracruz y Tabasco), así como algunos del occidente y norte del país (Coahuila, Sinaloa, Michoacán), por mencionar algunos, establecieron pactos con el crimen organizado para ampliar y consolidar su poder territorial en un contexto de creciente producción y exportación de drogas, así como de trata masiva de personas (mujeres, jóvenes y migrantes).

Esos procesos fragmentaron el poder político y pusieron de manifiesto la debilidad institucional del Estado. La guerra contra el narco incrementó de manera exponencial la violencia y, al mismo tiempo, se exponían las varias formas de colusión entre sectores de la clase política con el crimen organizado.

En las elecciones federales de 2009, y en las locales de 2010, los principios nodales de las elecciones democráticas: el control sobre gastos de campaña, el castigo del financiamiento ilegal, la sanción del uso de recursos públicos para fines electorales, fueron ignorados tanto por el PAN como por el PRI, de tal manera que el avance que había significado la creación del IFE y de los organismos autónomos se anuló de facto.

Ese vaciamiento de la democracia alcanzó su pináculo con el triunfo de Enrique Peña Nieto en las elecciones presidenciales de 2012. Culminó en ese momento el proceso de colonización política de las instituciones y el empoderamiento de poderes fácticos regionales (incluidos los criminales).

Peña Nieto se rodeó de un grupo de tecnócratas, quienes propusieron el Pacto por México, una alianza con el PAN y el PRD para ejecutar la última fase de las reformas constitucionales neoliberales, sobre todo la de energía, que autorizó la inversión privada en la generación eléctrica y en la extracción de petróleo. Asimismo, se crearon instituciones autónomas para el control de los mercados de energía y telecomunicaciones y la regulación de competencia económica. La concesión al PRD fue la federalización de las instituciones electorales y de transparencia con el fin de evitar que los gobernadores controlaran a dichas instituciones a nivel local.

En respuesta al pacto y en defensa del proyecto nacionalista revolucionario, López Obrador abandonó el PRD y creó su propio partido: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena).

Si bien Peña Nieto impulsó un proyecto ambicioso, en la práctica las tradiciones priistas impusieron su inercia y su gobierno se caracterizó por la frivolidad y la corrupción. Varios escándalos dañaron su imagen: la Casa Blanca, la desaparición de los jóvenes normalistas de Ayotzinapa, la ejecución extrajudicial de delincuentes en Tlatlaya, la represión de manifestantes en Nochixtlán, Oaxaca. Varios gobernadores priistas fueron exhibidos saqueando sus estados (Veracruz, Quintana Roo, Chihuahua, Coahuila, etcétera). El PRI perdió su escasa legitimidad.

A lo largo de la transición democrática, la inversión extranjera llegó en abundancia: creó nuevas ramas industriales y modernizó otras tradicionales, como la automotriz. Pero en ausencia de una política industrial activa, no se generó un encadenamiento productivo interno. La nueva industria de exportación agravó el histórico problema estructural de la economía mexicana: el sector moderno e integrado al mercado mundial tiene una dinámica propia sin conexión ni arrastre sobre el sector informal de la economía. Otro grave error de la tecnocracia fue evitar que los salarios reales crecieran, pensando que ello garantizaba la competitividad de la economía en el marco del TLCAN. Esta política salarial fue un factor central en el aumento de la desigualdad de ingresos entre la población. La industrialización subordinada no creó los empleos suficientes para evitar que continuara la emigración de trabajadores mexicanos a Estados Unidos, y menos aún para impedir que las organizaciones criminales fueran una alternativa para jóvenes carentes de educación y empleos dignos.

El populismo

Desde las elecciones intermedias de 2016, el PRI comenzó a tocar fondo y perdió espacios de poder importantes, como las gubernaturas de Veracruz, Durango, Quintana Roo y Tamaulipas. En las elecciones presidenciales de 2018, el PAN y el PRI no se pusieron de acuerdo para lanzar un candidato común, sin entender la magnitud del descontento popular y la crisis de legitimidad que arrastraba el régimen.

López Obrador tuvo la habilidad política para crear un frente electoral oportunista que incluyó a políticos de los demás partidos. Su triunfo fue incuestionable y logró la mayoría parlamentaria para su partido y sus aliados —el PT y el Partido Verde— tanto en el Congreso federal como en la mayoría de los congresos estatales. Sin embargo, hubo un costo oculto: el establecimiento de pactos locales con poderes fácticos, incluidos grupos criminales, como viene quedando en claro recientemente. Es muy probable que este hecho haya determinado su tolerancia al crimen organizado, que ha resultado trágica para el país.

La elección de 2018 fue, en realidad, un plebiscito sobre el régimen de transición. La ciudadanía votó en contra del PRI y el PAN, no necesariamente a favor de Morena y su alianza. Fue tal la magnitud de la derrota del PRI y PAN que Peña Nieto negoció con López Obrador la entrega anticipada del poder presidencial a cambio de impunidad para sí mismo y su círculo más cercano. Su partido, junto con el PAN y el PRD, quedó sin dirección ni estrategia; “moralmente derrotados”, como los definió López Obrador.

En el terreno discursivo y programático, López Obrador elaboró las bases simbólicas de un régimen populista: la diferenciación moral entre una élite corrupta (empresarios, políticos e intelectuales) y un pueblo “bueno y sabio” (trabajadores mal pagados, campesinos, adultos mayores, mujeres y jóvenes olvidados). López Obrador se asumió como quien encarnaba a ese pueblo, por lo que cualquier mediación entre uno y otro no sólo era innecesaria, sino políticamente improductiva. Definió el campo político como un confrontamiento entre amigos y enemigos; la polarización producida discursivamente fue un instrumento básico. El magistral uso de las Mañaneras para imponer su agenda y su presencia física en el territorio creó la imagen de un líder omnipresente y todopoderoso.

López Obrador retomó una vieja ideología para legitimar su proyecto político: el nacionalismo revolucionario, la materialización del cual implicaba el desmantelamiento del proyecto neoliberal y el regreso a un pasado mitificado. He denominado a este proyecto “populismo nostálgico”. Así, estableció desde el principio de su gestión que las leyes e instituciones existentes eran un impedimento para su histórica misión. Por eso había que debilitarlas —como hizo con la Suprema Corte— o anularlas —como ocurrió con la Comisión Nacional de Derechos Humanos al nombrar a una persona carente de calificación profesional y autonomía política—; o bien debilitarlas, como hizo con el Instituto Nacional de Acceso a la Información.

La concentración del poder en manos de López Obrador implicó desinstitucionalizar al Estado. No hubo un gabinete real, sino encargados de tareas. El presidente impuso una inédita militarización de múltiples áreas de la administración, empezando por la seguridad pública. La creación de la Guardia Nacional para sustiuir a la cancelada Policía Federal fue seguida por la asignación masiva de obras públicas a las Fuerzas Armadas, y luego otras decenas de encargos que les dieron un poder enorme. La política social se informalizó desde el principio al crear la figura de los “Siervos de la Nación”: funcionarios que eran a la vez militantes del partido oficial.

López Obrador apostó por mecanismos de democracia directa para sobrepasar los vetos legislativos o largos procesos judiciales: la “consulta popular” informal para “cancelar” el aeropuerto de Texcoco; la “consulta para enjuiciar a expresidentes”, realizada bajo los marcos legales, la cual tuvo mínima participación y, por lo tanto, no fue vinculante; el proceso para revocarle el mandato, que terminó en una ratificación y veneración a su persona. En todos los casos, la manipulación política de la democracia directa no sólo desnaturalizó su propósito, sino que validó su uso populista: la búsqueda de legitimación simbólica de decisiones tomadas por el líder.

Por otro lado, aunque 23 de los 32 estados están gobernados por Morena desde 2021, López Obrador acentuó la dependencia fiscal de los gobiernos locales y obligó a sus titulares a someterse a la voluntad presidencial si querían conseguir recursos para obras públicas. Lejos de continuar con la descentralización que iniciaron los gobiernos de la transición, retomó la centralización priista, debilitando un federalismo de suyo precario.

Su gobierno tuvo aciertos notables que contribuyeron a su legitimación. En primer lugar, el discurso basado en “primero los pobres” creó un concepto de dignidad política para los sectores más desfavorecidos, ignorados por los gobiernos previos. Si bien los pobres sufrieron el colapso del sistema de salud y una baja neta en la inversión en el sector educativo, la compensación simbólica fue muy importante, al sentir que “al fin” un gobierno les hablaba y reconocía. Además, su política de subsidios masivos se articuló con una política salarial que permitió el aumento real de los salarios mínimos y también de los contractuales, por efecto derivado. Esto permitió que disminuyera la pobreza por ingresos y, por tanto, cierta reducción de la desigualdad, lo que nunca lograron los gobiernos neoliberales.

El pecado capital del gobierno de López Obrador fue no atender la crisis de violencia e impunidad. Esa decisión lo enfrentó con el principal movimiento social del periodo: el de los colectivos de familiares de víctimas de desaparición forzada. De manera análoga, los megaproyectos faraónicos que emprendió no sólo desperdiciaron el escaso capital estatal existente, sino que su imposición generó conflictos con pueblos indígenas y grupos ecologistas. El machismo y paternalismo del líder también lo enfrentó con el movimiento feminista.

El nuevo cambio de régimen

Las elecciones de 2024 fueron un gran plebiscito sobre el régimen obradorista. El arrollador triunfo de Morena y aliados demostró que, luego de seis años de gobierno, el obradorismo logró construir una nueva hegemonía política. Sin embargo, el líder, ante la imposibilidad de reelegirse y con dudas sobre el futuro de su proyecto, decidió precipitar en el último mes de su mandato un proceso constituyente que al fin le permitió expurgar la Constitución de las reformas neoliberales de la época de Peña Nieto y además concluir la anulación de las instituciones que le hicieron contrapeso durante su mandato, a saber: el Poder Judicial y las instituciones autónomas. En septiembre de 2024 se aprobaron la mayoría de las reformas y luego, ya en el gobierno de Claudia Sheinbaum, se concluyó en lo esencial la agenda que López Obrador había establecido desde el 5 de febrero del mismo año. No hubo debate público ni negociación alguna con los partidos establecidos ni con la sociedad civil. Esta imposición tiene consecuencias para el nuevo gobierno, que debe lidiar con procesos complejos en el contexto de una severa crisis fiscal.

El problema más serio del populismo es que es imposible sustituir la figura del líder. En el caso de López Obrador, la continuidad de su liderazgo personal resultaba imposible por la prohibición constitucional de reelegirse. ¿Cómo sobrevivir a la ausencia del líder? En la práctica, el poder de López Obrador subsiste en las redes de lealtades políticas de la mayoría de diputados y senadores federales, así como de gobernadores y alcaldes. El poder informal del expresidente se ejerce a través del veto a las decisiones de la nueva presidenta, Claudia Sheinbaum. Esto significa que Sheinbaum, al menos en esta primera fase de su mandato, está sometida a un control informal del expresidente y se ha visto obligada a apoyar e impulsar las últimas reformas constitucionales de López Obrador, especialmente la del Poder Judicial y su respectivo proceso electoral, que apunta a ser un desastre.

En términos analíticos, vivimos la transición de un régimen populista a un régimen presidencialista hegemónico, dada la mayoría calificada que el frente morenista ha construido en el Congreso federal, haiga sido como haiga sido, y el control de la gran mayoría de los gobiernos y congresos estatales. Pero esa transición está comprometida por la ausencia de un comando unificado. Las distintas facciones que componen la coalición oficialista luchan por conservar y expandir sus espacios de poder y no está claro qué tanto seguirán a una presidenta que heredó un poder delegado.

La presidenta, sin embargo, tiene un gran espacio potencial de acción, dada la inexistencia de una oposición digna de ese nombre y de una sociedad civil unificada en defensa de la democracia. Sin embargo, la llegada de Donald Trump a la Presidencia de Estados Unidos ha abierto una coyuntura histórica que obliga al gobierno federal a atacar los problemas heredados de la administración anterior y que implican de manera inexorable un reajuste en el interior de la élite gobernante. La presión estadunidense obliga a combatir efectivamente al crimen organizado que, como queda cada vez más claro, está imbricado con las redes de poder local en la mayor parte del país.

El populismo del viejo líder creó un régimen transicional que parece haber concluido en la reconstrucción de un régimen presidencialista de partido casi único, en un aparente regreso al pasado y al origen de la transición.

Sin embargo, nada es igual que antes. Las elecciones están firmemente ancladas en la cultura política nacional y la coalición morenista no tiene asegurado su futuro. Una crisis de legitimidad derivada de la permisividad del gobierno de López Obrador con el crimen organizado está en ciernes y puede conducir, bajo ciertas condiciones, a una derrota electoral del partido hegemónico, a su debilitamiento gradual o a su fragmentación ante la imposibilidad de sustituir al líder.

Lo cierto es que a veinticinco años de la transición a la democracia, México no cuenta con avances significativos al construir un Estado de derecho, sino que, al contrario, padece más que nunca los estragos de una criminalidad desatada y una impunidad generalizada. La agenda de la justicia tendrá prioridad en el futuro cercano, aunque por el momento no haya en el sistema político quien retome con legitimidad esa bandera.

 

*Investigador del Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la Universidad Veracruzana. Investigador emérito del SNI y miembro de la Academia Mexicana de la Ciencia

El autor agradece el invaluable apoyo de Samuel Mendoza.

1 La reforma electoral de 1996 estableció la plena autonomía política del Instituto Federal Electoral y creó un curioso mecanismo de dirección: un Consejo General de nueve consejeros ciudadanos. Se estableció el financiamiento público de los partidos y se creó una estructura profesional nacional de funcionarios electorales.

 

Este texto se publicó originalmente en la edición impresa de la revista Nexos de julio de 2025. Agradecemos al autor la autorización para reproducirlo.