Por Alejandro León
Para un amplio sector de la comunidad universitaria, la ilegitimidad y la presunta ilegalidad de la prorrogación directa otorgada al actual Rector resultan claras y contundentes. Sin embargo, para segmentos de la comunidad extendida —jubilados, exalumnos— y para la población veracruzana en general —a quien se debe la UV y a quien tanto le ha quedado a deber la presente administración, tema que amerita otro análisis— el asunto quizá no sea tan evidente. Es necesario, pues, comenzar por delinear el estado del problema: el otorgamiento de una prórroga extraordinaria para que el actual Rector permanezca en el cargo cuatro años más, sin el debido proceso de designación previsto en la Ley Orgánica, el Estatuto General y el Reglamento Interno de la Junta de Gobierno.
Lo primero que conviene precisar es que ni la Ley Orgánica ni el Estatuto General contienen los términos prórroga o prorrogación, pese que los comunicados oficiales que, con una audacia preocupante, afirman lo contrario. Lo que sí aparece —y de forma tangencial— es el verbo prorrogar, más precisamente “prorrogarse”, para señalar que un Rector en funciones puede participar, es decir, está habilitado para optar por un segundo periodo. En palabras simples: el derecho de participar en la convocatoria no es sinónimo de la concesión directa de un segundo mandato. La prórroga, cuando ocurre, es consecuencia natural de un nuevo proceso de designación exitoso, no un atajo para eludirlo. Así había sido, hasta ahora, la regla invariable en casi tres décadas de vida autónoma de la UV, con tres rectores que, tras someterse al debido proceso, vieron prorrogado su periodo.
Surge aquí una pregunta inevitable: si ya se habían prorrogado períodos rectorales en tres ocasiones previas, ¿por qué tanto escándalo? La respuesta es clara: porque esta vez los detalles del procedimiento son profundamente anómalos. Como reza el dicho, el diablo está en los detalles.
Las anomalías de la prorrogación
Estas anomalías, graves y notorias, pueden sintetizarse en tres aspectos. El primero es la solicitud de algo inexistente. Nunca antes un Rector en funciones había intentado eludir el debido proceso de designación solicitando una “prórroga” —sustantivo y facultad inexistentes en la normativa universitaria—. Cuando surgió el rumor de tal solicitud, muchos la desestimamos como una broma de mal gusto. Pero no solo se presentó: fue aceptada. Con ello se eludió la competencia con legítimos aspirantes y se evitó la contrastación de proyectos alternativos para la Universidad.
El segundo aspecto es la presunta usurpación de facultades por la Junta de Gobierno. La JG se arrogó la facultad de otorgar una prórroga directa, acción para la que no existe respaldo explícito en ninguna ley ni en su propio reglamento interno. Sus facultades expresas sobre este tema se limitan a la designación y remoción del titular de la Rectoría. Aquí no solo procesaron una solicitud carente de fundamento normativo, sino que violaron los Capítulos I (De la Convocatoria), II (De las personas inscritas para participar en el proceso de designación rectoral) y III (De la auscultación a la comunidad universitaria) del Título Tercero de su propio reglamento. Todo apunta a un acto premeditado, a una maquinación: se utilizó el verbo “prorrogarse” fuera de contexto para evadir la legalidad —incluido el requisito de edad que el actual Rector ya no cumple— y evitar un escrutinio democrático que, probablemente, habría impedido su reelección, no solo por cuestiones normativas, sino por el descontento abierto de la comunidad universitaria frente a una administración cuyos resultados son pobres y cuyo programa 2025-2029 parece, más bien, la confesión del incumplimiento del plan 2021-2025, disfrazada de “profundización”.
El tercer aspecto es la presunta violación de derechos universitarios. Al consumar la prórroga sin emitir la convocatoria correspondiente, la JG impidió la participación legítima de otros académicos y, aún más grave, canceló el derecho de la comunidad universitaria a ser escuchada en el proceso de auscultación. Aunque se intentó maquillar esta omisión con una “consulta” opaca y a modo, esta no equivale ni sustituye en absoluto el procedimiento normado de auscultación.
Estos tres elementos dejan claro que los conceptos de ilegitimidad y presunta ilegalidad aplican con todo rigor a la prorrogación de mandato otorgada por la JG el pasado 20 de junio. Nos enfrentamos a un escenario de (des)gobernanza que rompe con toda regla, norma y antecedente histórico en la UV.
Un diagnóstico de la fractura y la crisis
Podemos analizar la crisis desatada por la prórroga a partir de tres niveles de la vida democrática: los motivos, las relaciones y las instituciones[2].
Los actores democráticos se reconocen por su autonomía, racionalidad y realismo. Por el contrario, los motivos antidemocráticos carecen de estos principios. La JG y la Rectoría exhiben, sin lugar a dudas, rasgos antidemocráticos: falta de autonomía, evidenciada en las dignas renuncias de dos integrantes de la JG; irracionalidad jurídica y operativa, a la vista de los magros resultados de la actual administración; y una visión irreal que ignora el rechazo de la comunidad universitaria. En contraste, la comunidad se ha posicionado como un actor democrático que defiende la autonomía, la legalidad y la racionalidad frente a la imposición.
Las relaciones entre la Rectoría, la JG y la comunidad ilustran también esta fractura. Mientras las primeras se han cerrado en dinámicas sospechosas, egoístas y tramposas, la comunidad universitaria ha sostenido prácticas abiertas y teje redes confiables.
Finalmente, las instituciones cívicas son reguladas por la ley, equitativas, inclusivas e impersonales; las anticívicas operan de forma arbitraria, jerárquica y para beneficio de unos pocos. La Rectoría y la JG, en este análisis, encarnan claramente esta última categoría, mientras que la comunidad defiende una Universidad inclusiva y orientada al bien común.
Ese es el tamaño de la crisis de gobernanza que tenemos en la UV: una fractura creciente en los niveles de los motivos, las relaciones y las instituciones, entre la Rectoría y la Junta de Gobierno con la Comunidad Universitaria.
De la vigilancia a la resistencia
En este contexto, los dispositivos que cada actor emplea para enfrentar la crisis no hacen sino acentuar las diferencias. Los antidemocráticos recurren a la vigilancia, la coerción, la intimidación, la monopolización de los canales de comunicación y la desinformación. Frente a esto, los actores democráticos se organizan en redes de resistencia que privilegian la legalidad, la racionalidad y la acción colectiva.
La administración beneficiada por la prórroga ya ha mostrado sus estrategias: comunicados para descalificar toda crítica, uso instrumental de la estructura universitaria para vigilar e intimidar, y abuso de medios institucionales y parainstitucionales —incluyendo, según se percibe en la comunidad, la difusión de mensajes a través de bots y medios de comunicación contratados— para simular apoyo. Cuando conviene, también recurre al silencio estratégico: “ni los veo ni los oigo”, como denunció recientemente una destacada académica de nuestra casa de estudios.
La comunidad universitaria, por su parte, ha comenzado a articular una resistencia organizada. Combate la desinformación con datos verificables, construye alternativas basadas en argumentos, teje redes de apoyo para enfrentar la vigilancia y el miedo, y realiza actos públicos y simbólicos. En este escenario desafiante, la resistencia universitaria no es solo un contrapeso: es la vía real y necesaria para recuperar el carácter cívico y democrático de la UV.
[2] Alexander, J. (2006). The civil sphere. Oxford: Oxford University Press.
Es investigador del Centro de Investigaciones Biomédicas