Por Juan José Llanes
Desde el primer momento en el que conocí la idea de elegir ministros, magistrados, y jueces, expresé que era un desatino. Lo dije en público y en privado. Estoy convencido que -aunque imperfecta- la carrera judicial es lo único que garantiza que quien ejerce esta función esencial del Estado, sea más o menos ilustrado. También he dicho siempre que espero un conocimiento enciclopédico de las leyes y el Derecho, de quien me imparte Justicia. A veces, me he topado con quienes sí cumplen este requisito que exijo como usuario de este servicio fundamental para cualquier país, en representación de quienes solicitan mis servicios como abogado.
Nunca he creído en la absoluta autonomía del aparato de Justicia. A lo largo de los años, me he tropezado con infinidad de casos en los que han imperado las “razones de Estado” para la toma de decisiones que, de resolverse con estricto apego a Derecho, habrían sido distintas. Lo entiendo y soy profesional. He tenido que hacer del verbo “resistir”, mi favorito a lo largo de mis años como abogado, porque no he tenido de otra. Respeto a las pequeñas y grandes resistencias. Me he sumado y me seguiré sumando a quienes visibilizan, denuncian y combaten la corrupción.
Nunca he solicitado a un órgano jurisdiccional un acto ilegal. Si alguien afirmase lo contrario, lo invitaría a que lo visibilice y lo denuncie. Por eso creo que tengo autoridad para decir lo que pienso, a quien quiera escucharme. No juzgo a ninguno de mis colegas. Lo que hagan (bien o mal), allá ellos. Tampoco soy gregario ni me he añadido a las distintas agrupaciones que acomunan a otros profesionales del Derecho. Nunca he sentido la necesidad de apoyar a un partido o a un político. Menos, andar detrás de alguno con una matraca.
Retomo el tema: expresé que la elección judicial tenía un trasfondo. Apreciados y respetados amigos comunicadores me abrieron su espacio (agradezco a Aurelio Contreras que me regaló casi todo su programa para hablar de esto) y me dieron la oportunidad de expresar mi hipótesis: se trataba de desbaratar el Poder Judicial y rearmarlo, porque a quienes tienen el poder actualmente les chocan los contrapesos. La sociedad sobornada en la que vivo no alcanza a distinguir que una parte del aparato de Justicia se ha encargado del control constitucional, de frenar aquellos actos o normas generales que colisionan con la Constitución, de detener excesos. Pero resulta que a quienes tienen el Poder no les gusta que exista ningún contrapeso. Se apeló a un sentimiento generalizado de repudio a un aparato de Justicia podrido. Y sí, es cierto. Pero se omitió decir que esa parte purulenta (la Justicia de primera y segunda instancia), ya la tienen quienes tienen el poder, y que la que quieren cambiar es la que se encarga del control constitucional, que es una función sustancialmente distinta.
A mí, me sigue gustando la idea de la República, de la división de poderes, de las autonomías, aunque peque de ingenuo y se me diga que es una utopía. Insisto: la idea me gusta. Pero sé que no vivo en Finlandia, pero menos en Dinamarca.
Así pues, en medio de jaloneos y con la traición de los Yunes (¿qué otra cosa se podía esperar?), se aprobó la “reforma judicial”.
Apreciados e ilustrados amigos colegas decidieron participar en la elección. Otros no. A quienes lo hicieron les expresé mi opinión y les di y les seguiré dando todo mi apoyo y mi respaldo. Pensé que si -sea como sea- habría una elección judicial, se tendría que intentar sacar provecho del ejercicio impulsando la llegada de personas decentes, que sepan de Derecho, que tengan un sentido elemental de la Justicia, que no desprecien las leyes, y que no sean sumisos frente a los abusos.
Por eso fui a formarme en una magra fila el uno de junio; tomé la ingente cantidad de boletas que me dieron, busqué las que me interesaban, cancelé las que no, y deposité mi sufragio. Me acordé de esa novela corta de Balzac: “La misa del ateo”. Apoyé a quien creo que debe llegar a la esfera de la impartición de Justicia. Sería absurdo pensar lo hice para que llegue alguien que me favorezca: si alguno de ellos tuviese uno de mis litigios en las manos, tendría que excusarse de conocerlo. Simple.
Ahora lo menos que espero es que, quienes tienen el Poder, quienes mandan en el Estado, tengan la elemental decencia de respetar el triunfo de quien haya obtenido la mayoría de los votos, aunque hayan sido pocos, dos o tres, o los que sean. Que no se cometa la sinvergüenzada de manipular y “cucharear” los sufragios para hacer que sus preferiti -a producto de gallina- lleguen a las magistraturas, a los juzgados, y a la administración del Poder Judicial.
Se pregonó que sería un ejercicio democrático. No entendería porqué, tras el despropósito de la reforma judicial, se tendría que amplificar el yerro y llevarlo al extremo de no respetar esa voluntad colectiva en la que -dice- se sostienen ahora las decisiones del Estado.
Ayer pensé que, por ejemplo, atenuaba el impacto negativo de la reforma judicial el que alguien como Rosalba Hernández hubiese obtenido los suficientes sufragios para ocupar la Presidencia del Tribunal Superior de Justicia. Luego, me entero que “se cayó el sistema”, así, crudo, a lo Bartlett en el 88, de manera tosca. Este martes 10 de junio no sé qué va a pasar. Si se materializa un fraude, no solamente van a erosionar la encomienda de quienes impartirán Justicia (que en la actualidad es un remedo, un simulacro). También van a destruir la poca legitimidad que tendrán quienes ejerzan una función jurisdiccional.
Un juzgador se sostiene en la auctoritas, que -sin duda- no la tendrá quien llegue con la mácula del fraude.