Por Sandra Luz Tello Velázquez
“En realidad no sabíamos si estaba vivo o muerto, si era uno o si eran varios, si seguía gobernando o solo respiraba”, dice la voz colectiva en El otoño del patriarca, por momentos se habla del dictador como si fuera una momia omnipresente, en otros como si fuera un rumor con aroma a moho, el personaje eterno y descompuesto, moldeado por Gabriel García Márquez como suma de todos los tiranos latinoamericanos podría tener nacionalidad mexicana y quizá teñirse de color vino.
Las elecciones judiciales del pasado domingo, disfrazadas de ejercicio democrático, fueron una escena más del teatro con estilo barroco de lo que parece convertirse en el poder absoluto: el Estado mexicano actual, que se ha esforzado en construir un relato donde la voluntad del “pueblo” justifica todo, incluso algo grotesco como elegir jueces con acordeones oficiales portados por los votantes, validar una representación de votantes del 13 %, premiar la lealtad y no la legalidad entre fanfarrias de autocomplacencia: “¡Hemos hecho historia!”, exclamaban desde lo alto de un púlpito.
Pero, la historia no se hace con boletas, no se construye desde la ilegitimidad, con urnas vacías; historia en muchos países de Latinoamérica se escribió con el olor de la decadencia, como lo recreado por Gabo.
Gabriel García Márquez sostuvo que el poder absoluto es una de las formas más peligrosas y complicadas de la condición humana. Quien lo arroga, decía, termina desconectado de la realidad, rodeado de aduladores que aplauden cualquier desatino, algo similar a lo ocurrido en México, porque lo ocurrido el domingo no fue una elección: fue una simulación de la democracia que parecía surgir del realismo mágico delineado por la ficción.
Con la precisión de una maquinaria aceitada por el autoritarismo, muchos de los votantes que asistieron a las urnas fueron coaccionados, movilizados por la dádiva, las amenazas o promesas. El “nuevo” Poder Judicial nació del presidencialismo y, no se trata de una renovación, sino de la sustitución de jueces independientes por empleados leales al sistema.
Es difícil alejarse de esa imagen del patriarca anciano que duerme entre gallinazos, creyéndose eterno mientras el palacio de gobierno se pudre. En México, parece surgir un patriarca colectivo, no es un hombre, es la voluntad de poder acumulada que trasciende a este sexenio, que es heredado, que ávido de control no muere, muta.
Como en la narrativa de García Márquez, el tiempo se ha vuelto irreal: la historia se repite y se recicla, el mayor peligro se dará cuando las leyes no frenen el abuso, sino que lo legitimen, pues no hay contrapesos ¿quién sostiene el equilibrio de poderes?
Al igual que en El otoño del patriarca, la mentira se ha vuelto un infundio de la imaginación señalada como “otros datos”, la ficción y la ignominia de una “elección libre” y de un “voto informado”. En este México surreal, la propaganda ha reemplazado a la verdad y en este mundo fantástico, lo grotesco se normaliza con un poder judicial sin poder y sin justicia.