Nepotismo y violencia política
Por Mónica Mendoza Madrigal
En solidaridad con Isabel Ortega,
Elfego Riveros y Ángel Camarillo
La Violencia Política contra las Mujeres en Razón de Género da sentido a una forma añeja de ejercer violencia contra las mujeres en el ámbito de la política, con la clara intención de despolitizarlas y excluirlas en su legítimo derecho de participar en este ámbito.
La reglamentación en la materia –que en Veracruz tiene pendiente su armonización– reconoce 22 conductas que pueden ser constitutivas de ese delito y requiere que sea demostrado –por las víctimas– que las afecta en forma diferenciada por el hecho de ser mujeres. Con esos elementos y la evidencia presentada, las autoridades jurisdiccionales analizan el contexto en el que la situación ocurrió y proceden a resolver cada caso.
Este no es un asunto menor. A una semana de que concluya el proceso electoral local en Veracruz, ha habido hasta ahora dos candidatos asesinados, una de las cuales fue una mujer, además de un ataque dirigido hacia una mujer candidata, nueve asesinatos por motivos políticos, 57 municipios en alto riesgo y más de 120 candidatos han solicitado protección, además de los alrededor de 400 candidatos y candidatas que renunciaron a las planillas ante el órgano electoral.
El grado de riesgo se veía venir. Los partidos políticos –principalmente los opositores– vienen señalándolo aún antes de iniciar campaña y la negativa de la gobernadora de reconocer la gravedad de la situación es –por decir lo menos– irresponsable.
Es difícil hacer un análisis situado ahora que nos permita medir el impacto de la violencia política en general y de la violencia política contra las mujeres en razón de género en particular. Nos abocaremos a ello una vez que pase la elección y que haya resultados definitivos.
Y es que además de los ataques directos, amenazas y asesinatos, otra forma de manifestación de la violencia política contra las mujeres en razón de género ocurre a través de los medios de comunicación y redes sociales mediante las figuras de violencia digital, mediática y simbólica. Estas generan impactos severos en la mente del electorado, destruyendo la reputación pública de las candidatas y generando efectos a largo plazo.
Ello existe y hay que avanzar hacia una comunicación y hacia un periodismo que no discrimine, estereotipe ni violente a las mujeres políticas y que no eleve a lo público asuntos de la vida personal que nada tengan que ver con su actuar para el cargo que ejercen, o al que aspiran a ejercer, sin que ello menoscabe otro principio constitucional que es clave para la democracia: la libertad de expresión.
Durante los meses recientes se han hecho públicos varios resolutivos judiciales en casos de violencia política en agravio de mujeres en política por parte de comunicadores y comunicadoras que han generado amplia polémica a nivel nacional y estatal.
El asunto es muy claro: lo que ya no cabe más es el uso de adjetivos en palabras o imágenes que estereotipen, discriminen o violenten. Recuerden que el análisis que hacen las autoridades para determinar la procedencia del posible delito no es literal, sino contextual. Si una palabra –como por ejemplo, un gentilicio– se utiliza en forma peyorativa, entonces es posible que se determine que con ello se cometió VPGM. Ahí sí hay que reconocer que hay plumas que no separan de su ejercicio sus filias y fobias y eso no es periodismo.
Caso contrario, es hacer señalamientos de corrupción hacia su actuar público o de vínculos de parentesco entre una persona candidata y su antecesor o antecesora alcalde, lo cual no es –en sí mismo– violencia política, sino un acto de nepotismo que es éticamente indebido y que esperemos, pronto sea considerado un delito.
Las sucesiones dinásticas tienen un amplio anclaje histórico, tanto en las monarquías europeas como en los cacicazgos latinoamericanos y en ninguno de ambos casos suponen un beneficio ni para la ciudadanía gobernada, ni para el sistema democrático, sino todo lo contrario.
Incurren en ello hombres y mujeres, pero en el caso de ellas, el que arriben a posiciones políticas personas que tienen relaciones de parentesco directas con sus antecesores, tampoco representa un avance ni para las otras mujeres, ni para el liderazgo político de sus congéneres, sino que amplía las redes del poder político de los patriarcas y ello tampoco resulta sustantivo para nuestro avance y decirlo no es poco sororo de mi parte, sino todo lo contrario.
Es imposible no reconocer que están sucediendo intentos de censura hacia quienes hacen periodismo ya sea por exceso de sensibilidad, por desconocimiento de la dinámica política, por intentos de control político o censura e incluso, por venganza de parte de quienes desde el poder político les denuncian.
Y no, para eso no debe ser usado un instrumento legal por el que luchamos mucho para elevar las garantías que protejan a las mujeres en la arena pública.
Nos costó mucho tener este escudo legal por el que seguimos luchando, como para que sea un instrumento de represión de quienes invierten sus roles de víctimas, para convertirse en victimarias.
El uso político de la victimización –desde tiempos remotos– ha sido utilizado para generar empatía y apelar a ese “yo” colectivo que busca proteger al débil. Pero cuidado, porque confundir a una víctima con alguien que acude a los instrumentos legales para usarlos políticamente, pervierte el fin para el que este instrumento fue diseñado.
Es complejo definir quién sí es víctima y quién no, porque es la propia persona vulnerada la que determina cómo la hizo sentir una acción, pero cuando se trata de sancionar esto jurídicamente, son las autoridades las que deben determinar si se cometió un delito por el que se violentan los derechos o no.
Sin embargo, en una realidad tan compleja, en donde la violencia hacia las mujeres crece a niveles que ni siquiera alcanzamos a identificar, el que se pretenda lucrar con los instrumentos legales diseñados para protegerlas y sacar de ello beneficios políticos, o cobrar viejas afrentas, afecta –además de a la democracia y a la libertad de expresión– a las víctimas, porque sucederá entonces como en la fábula del lobo y el pastorcillo mentiroso, donde el día que en verdad se grite que “ahí viene el lobo”, nadie nos creerá ni irá en nuestro auxilio.