Por Carlos Tercero
El esfuerzo de democratización del Poder Judicial en México, aunque impulsado por el noble propósito de mejorar y acercar el sistema de justicia a la ciudadanía, enfrenta el riesgo de sucumbir a las tentaciones del populismo, el acarreo y el corporativismo, vicios que se creían propios del siglo XX, cuando en nombre del pueblo, se instauraron modelos de manipulación política donde la estructura de poder se mantuvo incuestionable y las decisiones obedecían a intereses particulares disfrazados de voluntad popular.
El Ejecutivo y el Legislativo han apostado conjuntamente por una reforma que busca dotar de mayor legitimidad al Poder Judicial; no obstante, se están percibiendo rasgos de manipulación, pues mientras algunos aspirantes observan y respetan la ley electoral, otros despliegan estrategias de respaldo corporativo y dispendio logístico que evidencian un desapego a los principios de la legalidad de la contienda. La historia tiende a repetirse, ya sea como tragedia o como farsa, y México no está en condiciones de tolerar ninguna de las dos. Décadas de corporativismo y acarreo fueron el origen de la simulación y demagogia que socavaron las instituciones postrevolucionarias.
Este fenómeno político-social remite a la obra de Ortega y Gasset, «La rebelión de las masas», como lente crítica para entender cómo el auge del populismo puede desvirtuar los procesos democráticos, advirtiendo que las masas, al sentirse empoderadas sin una educación cívica adecuada, pueden desestabilizar las estructuras democráticas. Ortega también alertó sobre el peligro de que la irrupción de las mayorías en la vida política condujera a la degradación de las instituciones, pues el individuo-masa, al carecer de una verdadera formación cívica, tiende a exigirlo todo sin aportar esfuerzo alguno para la construcción del orden social. Reflexión que retoma hoy vigencia, dada la ilustre, pero riesgosa intención de acercar la justicia al pueblo, pero al involucrarlo se parece estar cediendo a la tentación del populismo judicial, en el que el criterio técnico y la independencia de los jueces podrían ser reemplazados por la imposición de mayorías manipuladas.
La construcción de un sistema judicial legítimo y accesible no pasa por su sometimiento a los vaivenes de la política electoral ni por la conversión de los procesos jurídicos en escenarios de lucha partidista. Decisiones de esta trascendencia deben basarse en principios de racionalidad, justicia y fortalecimiento institucional, no en intereses coyunturales. De lo contrario, lo que se presenta como democratización podría no ser más que la antesala de una justicia servil, estaríamos ante el peligro de una transformación impulsada sin un diseño institucional sólido, lo que convertiría a las estructuras judiciales en un instrumento de control en lugar de un mecanismo de acceso equitativo a la justicia. En ese escenario, la justicia dejaría de ser un derecho para convertirse en una concesión de los grupos de poder. Para el proceso de transformación judicial, el país necesita juristas, no populistas. No debemos olvidar la advertencia de Ortega y Gasset, “los discursos demagógicos que apelan a las emociones no fortalecen a las instituciones”. El problema no es la participación del pueblo en la política, sino la manipulación de esa participación con fines ajenos al bienestar colectivo; una justicia auténticamente democrática no es aquella que se somete a los vaivenes de la mayoría circunstancial, sino aquella que garantiza derechos y equilibrios más allá del poder en turno.
La democratización del Poder Judicial debe partir de la premisa de que una mayor participación ciudadana, no puede ser excusa para debilitar la independencia ni autonomía judicial. Como nación, no podemos permitir una nueva tragedia institucional ni una farsa que reinstaure errores del pasado. Lo que está en juego no es solo el sistema de justicia, sino la solidez de la democracia misma.
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