La Agenda de las Mujeres

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VPGM y libertad de expresión: en la búsqueda del justo equilibrio

Por Mónica Mendoza Madrigal

Los medios de comunicación, desde su origen, se han ocupado por abordar la “cosa pública” y al hacerlo, mantienen una relación sine qua non con la política.

Para hacerlo, recurren a los distintos géneros periodísticos, estilos de quién comunica y formatos mediáticos disponibles que permiten hacer llegar el mensaje a las audiencias de cada uno.

Al abordar en sus espacios los asuntos de interés colectivo, los medios se han ocupado de quienes hacen política, lo que como bien sabemos, solía ser una actividad principalmente desempeñada por hombres, en un androcentrismo no cuestionado hasta que llegamos nosotras a exigir los espacios que la representatividad nos confiere y comenzamos a habitar este ámbito, primero de a poquito, luego impulsadas por las cuotas y hoy en condición de paridad.

Esa presencia cada vez más significativa numéricamente hablando sabíamos bien que tendría implicaciones. Y no, no es que tuviéramos una bola de cristal, sino que el número de cargos públicos existentes es finito y el que gracias a la paridad tuvieran que dividirse entre dos, significaba que a quienes antes les tocaba todo sin ningún resquemor de por medio, ahora les correspondería la mitad y eso es algo que la masculinidad considera como una afrenta, porque siente que se le arrebata lo que, equívocamente, se atribuyó como propio.

De tal manera que fue necesario empujar, al mismo tiempo que la inclusión de la paridad como principio constitucional, a la violencia política contra las mujeres en razón de género para sancionar la comisión de 22 conductas que hasta hoy son consideradas como posibles acciones que al ser cometidas, pueden ser constitutivas de este nuevo tipo de violencia.

Estas 22 consideraciones de lo que podría ser VPGM aluden a acciones u omisiones cometidas en contra de mujeres candidatas o que están en el ejercicio de un cargo público, con la finalidad de limitar o menoscabar los derechos políticos y electorales de las mujeres para despolitizarnos, inhibiendo el interés de participar en política o para expulsarnos de ese ámbito.

Es muy importante tener presente que no toda la violencia política es violencia política contra las mujeres en razón de género. Y la explicación de ello radica en la esencia misma que motiva toda la violencia que se ejerce contra las mujeres: nos afecta en forma desigual porque vivimos condiciones estructuralmente diferentes que amplían nuestra condición de vulnerabilidad, ya sea por factores culturales, sociales, religiosos o económicos y que hacen que vivamos todo –la política incluida– desde una condición de subordinación y fragilidad distintas, que nos afectan en forma más determinante.

Un ejemplo muy sencillo que permite entender la dimensión de esta forma de violencia, es que para sacar de la jugada a un hombre en política, si se le acusa en los medios de su comunidad de ser adúltero, ello no le genera más que risitas por lo “galán” que es en su entorno; mientras que la misma acusación hecha a una mujer puede llegar a dañar su reputación pública en forma definitiva en la comunidad en la que ella a diario lleva a sus hijos a la escuela, hace las compras y convive habitualmente con quienes la integran y que a partir de esa publicación, de “casquivana” y “fácil” no la bajarán.

Así pues, para determinar que se ha cometido VPGM es necesario demostrar –sí, la carga de la prueba recae en la víctima– que el hecho cometido la afecta en forma diferenciada por el hecho de ser mujer y ello, junto con el resto de las pruebas, tendrán que ser analizadas por parte de las autoridades correspondientes en el contexto en el que fueron generadas, según sea la conducta cometida y el ámbito de actuación de la persona política involucrada, sea local o federal.

El gran tema es que la violencia política contra las mujeres en razón de género no opera en abstracto, sino que se manifiesta a través de otras modalidades de violencia, como la física, psicológica, sexual, patrimonial, económica o feminicida y también de la simbólica, mediática o digital, y aquí es en donde está el punto que –a mi manera de ver las cosas– no ha terminado de ser comprendido.

¿Por qué es fundamental erradicar la violencia digital, mediática y simbólica que se genera desde los medios en contra de las mujeres políticas? Porque esa es la que más permea hacia afuera y la que con estereotipos y sexismo se perpetúa la construcción mental que así convence a la población de que las mujeres no debemos habitar la política, que el nuestro es el espacio doméstico, que solo valemos por nuestro cuerpo y que la única razón por la que estamos llegando al poder es porque un hombre nos manipula o porque intercambiamos sexo por posiciones.

Eso es discriminador, violento, misógino e intolerante.

La libertad de expresión no es un derecho que esté por encima del respeto a la integridad de las personas ni de la no discriminación ni de la no violencia, todos ellos, derechos amparados por la Constitución.

Ninguna persona con su pluma o con su voz, tiene derecho a denostar a alguien más haciendo mella de aspectos de su persona o de su vida privada. Lo que es de interés público es su gestión o su rol público y todo lo que con ello se relaciona. Ni cómo se viste, ni lo que come, ni si es gorda o flaca, ni su vida sexual, íntima, doméstica y privada deben ser del interés periodístico y menos aún, ser utilizados para denostar, sea hombre o mujer la persona señalada, aunque –como hemos dicho– cuando tales señalamientos se hacen sobre una mujer, el impacto tiene un efecto más severo y más duradero.

Ello debería en realidad ser parte del sentido común y de la ética periodística, bajo la elemental premisa de que así como se señala, es posible ser señalado y entonces a nadie le gustaría verse exhibido en su privacidad, so pena de que con ello se dañe su reputación pública en forma irreversible. Vaya, ello no tiene interés periodístico.

Esto de ninguna manera quiere decir que el periodismo deba dejar de ser crítico, de investigar, de señalar la comisión de hechos ilícitos o las omisiones cometidas al amparo del poder. El ejercicio profesional de los medios de comunicación es un pilar de la democracia y que decaiga la calidad del periodismo que se realiza, va en detrimento de la democracia que esa ciudadanía vive.

Tampoco se vale irse al extremo opuesto y utilizar el escudo de defensa de derechos contenidos en estas legislaciones –VPGM, violencia digital, mediática o simbólica– para victimizarse, pretendiendo acallar señalamientos relacionados con el actuar público, porque en realidad cualquier persona que ejerce una responsabilidad de ese tipo está obligada a conducirse con transparencia y a rendir cuentas y el periodismo tiene ante ello un papel medular.

A mí ambos extremos me preocupan enormemente y me llenan de temor por lo que implican: por un lado, observo que hay un sector de profesionales del periodismo que desconocen los límites legales que el ejercicio de su profesión hoy tiene y se envuelven en el “manto sagrado” de la libertad de expresión para desde ahí, reproducir violencias inadmisibles. Pero también veo un uso político de la victimización a conveniencia, que acude a un escudo que empujamos y defendimos para que existiera en un contexto de defensa de derechos, no de censura oficial ni de corrección política.

Apelo entonces a la justicia como un ideal, para que sea ejercida y defendida cabalmente, porque estirar la liga en cualquiera de los dos sentidos es dañino para el fin para el cual este marco legal fue creado: que la violencia no limite el ejercicio pleno de derechos de las mujeres que legítimamente aspiran a tener un rol público, sin que ello les cueste su reputación y la pérdida de su honra.