Por Alberto J. Olvera
El escándalo nacional e internacional provocado por el descubrimiento del campo de exterminio de jóvenes en Teuchitlán, Jalisco, obliga a una indagación profunda de los retos que enfrentan tanto el gobierno federal como la sociedad civil ante el inacabable drama de la desaparición forzada y la generalización de la violencia criminal. Una serie de factores se conjugan para hacer de la presente coyuntura la más grave en muchos años. De una parte, la presión imperial del gobierno de Trump ha obligado al gobierno mexicano a combatir frontalmente la producción de fentanilo y disminuir sensiblemente la exportación de drogas; además, el freno a la emigración de mexicanos y de cientos de miles de ciudadanos de otros países a Estados Unidos, que era el otro gran negocio de los grupos criminales, ha disminuido drásticamente los ingresos de los diversos grupos que por años han controlado el tráfico de personas. De otra parte, la guerra comercial abierta por Trump contra el mundo está provocando una recesión que será más profunda mientras más radical sea la guerra tarifaria. Esto quiere decir que los grupos criminales enfrentan simultáneamente una disminución de ingresos al mismo tiempo que una ofensiva más decidida del Estado en su contra; por otro lado, la pobreza en México aumentará y la válvula de escape que ha significado la emigración masiva a Estados Unidos estará cerrada en los próximos años, incrementando el ejército de reserva dentro del país, es decir, el desempleo y la pobreza.
El cierre o disminución de los negocios tradicionales de los múltiples grupos del crimen organizado reforzará una nefasta tendencia que ya se ha venido experimentando en mayor o menor escala en muchas regiones del país desde hace una década y media: la extracción criminal de rentas a la población por la vía de la extorsión, el cobro de piso, el secuestro selectivo, el robo a mano armada y otras formas de delincuencia común que afectan gravemente la vida cotidiana de la gente más pobre. Esta ha sido la vía de supervivencia de las bandas criminales que se han venido fragmentando a partir de la guerra abierta por el expresidente Calderón en contra de ellas. El efecto neto de este cambio de circunstancia en los mercados ilícitos será una disminución de las divisas ilegalmente obtenidas por el crimen, una mayor presión sobre las poblaciones desamparadas, una mayor necesidad de controlar territorios completos y de someter a las autoridades y fuerzas del orden locales. Esta ha sido la consecuencia histórica de la fragmentación de los grupos criminales, la cual, bajo las circunstancias actuales, se profundizará aún más.
Así, por el lado de la demanda, el crimen organizado requerirá reforzar y renovar continuamente a sus ejércitos ilegales informales. Se juegan su supervivencia en un escenario desfavorable a sus negocios, tanto desde el punto de vista geopolítico como desde la perspectiva interna, dado que el gobierno federal no puede seguir ignorando los brutales costos sociales, económicos y simbólicos de la violencia criminal. Y hoy, a partir de un conjunto de circunstancias, los mexicanos no sólo estamos horrorizados, sino que pasamos ya a la fase del franco rechazo y la intolerancia a la irresponsabilidad y negación de las autoridades gubernamentales.
Por el lado de la oferta, los grupos criminales tendrán la facilidad de contar con aún más jóvenes desesperados por encontrar un trabajo, dado que la simultaneidad del cierre de la puerta migratoria y del desempleo generado por la recesión hará aún más precaria la situación económica de los más pobres. Y si bien hoy día nos causa horror saber del reclutamiento forzado y del exterminio sistemático de aquellos jóvenes que se resisten a colaborar con los grupos criminales o carecen de la fuerza y determinación para hacerlo, lo cierto es que la falta de oportunidades, la carencia de información adecuada sobre los riesgos que implica acercarse a los grupos criminales y la incapacidad del Estado en su conjunto para controlarlos crea condiciones que seguirán empujando a muchos jóvenes a tratar de incorporarse a las actividades ilícitas, muchas veces como una especie de continuidad con su incorporación masiva histórica a los mercados informales y a la criminalidad común. A este proceso contribuye también el crecimiento notable del consumo de drogas, en gran medida inducido por los propios grupos criminales, que cada vez más necesitan hacerse de un mercado interno y de fuerza de trabajo barata. La distribución masiva de drogas de pésima calidad y alto daño a la salud debe verse como un mecanismo tanto de creación de mercado como de leva indirecta de jóvenes para los ejércitos criminales.
Estos procesos ya los venimos experimentando desde hace mucho tiempo. El gran movimiento de las colectivas de familiares de desaparecidos de manera forzada ha dado cuenta durante los últimos quince años de la creciente magnitud del problema. Lo que más duele al país, lo que se ha denunciado por años, pero especialmente en las movilizaciones de la semana pasada, es la asombrosa irresponsabilidad del Estado, que no ha atendido los problemas del secuestro sistemático de jóvenes ni la violencia criminal y la pérdida de gobernabilidad sobre el territorio. Si el presidente Calderón inició una absurda guerra sin saber la dimensión de las batallas en que se metía, si Peña Nieto simplemente siguió la inercia generada en el gobierno anterior, López Obrador actuó de una manera aún más irresponsable al negar la existencia misma del problema. Creyó tal vez sinceramente que la violencia disminuiría como por arte de magia, en virtud de sus políticas de subsidios masivos a los jóvenes y los adultos mayores, en una especie de analogía con la fe que depositan los neoliberales en las bondades del mercado.
Sin embargo, parece que hemos llegado hoy a un punto de no retorno. La presidenta Sheinbaum ha tenido que admitir que el problema de la desaparición forzada es una tragedia nacional que debe atenderse prioritariamente y que los grupos criminales deben ser combatidos por el Estado en su conjunto antes de que terminen de minar por completo la escasa soberanía territorial que le queda al Estado mexicano. Las presiones externas de Trump y la agudización de la crisis interna confluyen para obligar a un Estado omiso e irresponsable a atender la principal tragedia nacional.
Sin embargo, reaccionar frente a la tragedia de la desaparición forzada representa para la presidenta Sheinbaum una ruptura con la narrativa de su antecesor. Y exige dedicar recursos y atención a un tema que López Obrador pensó que no daba réditos electorales. Significa reconocer el error, la omisión y la irresponsabilidad del gobierno anterior. Para bajar los costos reputacionales internos, la presidenta tratará de culpar a los gobiernos del pasado, a los gobiernos estatales de oposición y hasta a la opinocracia. Se hablará de conspiraciones oscuras de los políticos de oposición y de líderes civiles y de opinión que traicionan a la patria. Todo indica que estas maniobras ya no son creíbles, ni siquiera para sus propias bases. Pero el riesgo de una creciente intolerancia a la crítica existe y de que se torne en peligrosos intentos de censura y ataques violentos en las redes, creando de nuevo un ambiente de polarización en un momento que exige la unidad nacional frente al sátrapa imperial y frente a los enemigos comunes que son el crimen y la violencia. Es un momento de definiciones para la presidenta: o se libera de las trabas del pasado inmediato o será devorada por él.
Este texto se publicó originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave