Por Fernando Vázquez Rigada
Hay una epidemia que se expande por México y el mundo. El vacío. La frivolidad. La ausencia de valores. El afán de riqueza pronta, excesiva y burda.
Según la RAE, un influencer es una persona capaz de influir sobre otras, principalmente en redes sociales.
Alguien influyente. Que pesa sobre el pensamiento o detona la acción de otros.
En México hay una epidemia de influencers. O, más bien, de influenza social.
Los influencers son personas que, a través de las redes sociales, generan estereotipos de vida, se convierten a sí mismos en modelos y consejeros. Los hay desde mil seguidores hasta millones.
Seis de ellos han sido asesinados en meses en Sinaloa, acusados por criminales de apoyar a otros cárteles. Decenas más están públicamente condenados a muerte por la Mayiza.
Dos de ellos, en un par de semanas, han estado en un huracán de redes sociales y mediático: un tal Fofo Márquez y una tal Marianne Gonzaga. El primero atacó brutalmente a golpes a una mujer. La segunda, menor de edad, apuñaló tras amenazarla 15 veces a una joven por celos. La víctima está en riesgo de muerte: intubada, con un pulmón perforado, en coma inducido, con los tendones de una mano destrozados que amenazan con perderla.
Son botones de muestra de una sociedad desorientada, ayuna de símbolos y de decencia.
Los influencers se han convertido en profesión. Así. Hay universidades que ofrecen herramientas para serlo.
Esos frívolos incultos —muchos, no todos— han sustituido como modelos de vida a los padres, al maestro, a los jefes dedicados, a los líderes que inspiran.
Los niños y jóvenes los idolatran por una adicción a las redes. Los menores de edad pasan 5 horas al día conectados y los jóvenes de entre 18 y 24, 6.
Esta epidemia es resultado de la devastación del sistema educativo, de la erradicación del civismo, de la fractura de familias, de millones de casos de paternidades desaparecidas, del incremento de adicciones, de la violencia, de la falta de distribución de riqueza y de la imposibilidad de ascenso social.
Bajo estas causas, se encuentra un clasicismo incrustado en la epidermis social, un corrimiento a los extremos y un afán de riqueza rápida y ostentosa. Tener dinero es sinónimo de éxito. Si se exhibe ésta de manera ofensiva, mucho mejor. Si no has logrado acumular billetes aquí, es por bruto. Si tienes buen físico, muéstralo. Entrega tu privacidad. Sé sexy. Si no naciste agraciado, allá tú. Vive con tu depresión o búscate quien te pague un arreglo buchón. Sé vulgar: la elegancia huele a naftalina.
Todo esto se potencia con un escudo de impunidad. Delinquir es un negocio con buenas perspectivas: sólo 4 delitos terminarán en condena.
La polarización tampoco abona. Unos contra otros. Darwinismo social. Que prevalezca el que pueda. No el más preparado. El mejor educado. El más inteligente. El más solidario o quien viva con más decoro. Que sea el más fuerte.
Somos una sociedad sin símbolos virtuosos ni ejemplos de dignidad basada en el estudio, el empeño y el trabajo.
Siempre será más importante poseer ejemplos que victorias. El carácter se forma en la derrota y superando la adversidad.
No hay nada más peligroso que el éxito permanente, porque crea el espejismo de que se es perfecto e invencible.
Como nación deberíamos enaltecer los ejemplos profundamente humanos que nos harán mejores. Los hay de sobra. Busquen en cada colonia, en cada escuela, en cada industria, en los negocios familiares y encontrarán al menos uno.
Es eso, o seguir a la casta de falsos profetas que se llama a sí mismos “influencers”.
@fvazquezrig