Disonancia cognitiva y contradicciones políticas en la 4T

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Por Alberto J. Olvera

Dos eventos políticos importantes tuvieron lugar consecutivamente la semana pasada. El domingo 12 de enero la presidenta Sheinbaum, siguiendo la tradición establecida por su antecesor, rindió un informe de sus primeros cien días de gobierno. El acto fue fundamentalmente la repetición de la coreografía política repetida una y otra vez por López Obrador. Se trató de un recuento triunfalista de tres meses de gobierno en el que destacaron sólo dos cosas: la culminación del proyecto de reformas constitucionales planteadas por López Obrador un año atrás, la principal de las cuales, la reforma de la justicia, tensó a la clase política y a la opinión pública y seguirá creando grandes problemas políticos en el futuro; la segunda es el cambio en la política contra el crimen, que ha implicado el paso a los balazos y el olvido de los abrazos. Este último aspecto fue mayormente obviado por la presidenta, quién dedicó su informe a subrayar la continuidad entre su gobierno y el anterior. El segundo evento, el 3 de enero, fue la presentación ante empresarios y la opinión pública del Plan México, que es la síntesis de una visión de desarrollo del capitalismo mexicano que, respetando la integración a Estados Unidos, se plantea un cierto protagonismo estatal a través del impulso a ciertas ramas de la ciencia y la tecnología y hasta el anuncio de la producción de un coche eléctrico mexicano. El plan es fundamentalmente inviable pues no reconoce la precariedad fiscal del gobierno y tampoco la imposibilidad de atraer inversión extranjera una ausencia de un sistema de justicia predecible. Más importante es que el Plan México resulta incompatible con el nacionalismo clásico planteado el día del informe y con la existencia de un Estado debilitado hasta los huesos precisamente por el empeño de López Obrador de salvar de la bancarrota (sin reformarlas) a las empresas estatales y fundamentar la legitimidad de su gobierno en el reparto masivo de subsidios, todo ello en ausencia de una reforma fiscal.

Experimentamos entonces una especie de disonancia cognitiva. La presidenta Sheinbaum parece creer que puede sostener al mismo tiempo la continuidad de un régimen que para hacerse popular ha creado un sistema masivo de subsidios a la población cuyo financiamiento ha implicado el debilitamiento absoluto del aparato de Estado en su conjunto, lo cual lo imposibilita para jugar un papel protagónico en el desarrollo capitalista nacional y atender integralmente las necesidades de los ciudadanos. En efecto, la justicia social ha sido entendida sólo desde el punto de vista distributivo, sin reparar en el daño profundo que los derechos sociales han sufrido en los últimos seis años. La educación, la salud, la seguridad pública y la infraestructura han sufrido un deterioro monumental, por lo que lo que los mexicanos más pobres han ganado en materia de subsidios y de incremento de los salarios mínimos se ha perdido por el creciente gasto que ellos mismos deben hacer en materia de salud, educación, transporte y seguridad. Por si esto fuera poco, ahora la presidenta nos presenta un proyecto de desarrollo capitalista que no rompe con la integración con Estados Unidos, sino que busca modularla, dándole un rol más protagónico al Estado: un proyecto irrealizable bajo los actuales condiciones fiscales y que exige una reapertura a la inversión extranjera en todos los sectores de la economía, incluyendo las industrias petrolera y eléctrica, así como la construcción masiva de infraestructura, áreas que el gobierno anterior pretendió estatizar por siempre.

La disonancia es, pues, una contradicción de argumentos y expectativas. El día del informe la presidenta ratificó el nacionalismo estatista de López Obrador y un modelo distributivo que para sostenerse exige mantener las instituciones del Estado en la más absoluta precariedad. Esto es contradictorio con un proyecto económico que exige del Estado desarrollar capacidades en materia de oferta energética, desarrollo científico, calidad en la educación y garantías de seguridad pública y Estado de derecho. Es patente que el proyecto de desarrollismo estatista y justicia distributiva es irrealizable en el plano económico e insostenible en el aspecto distributivo precisamente porque su implementación en el sexenio pasado implicó el debilitamiento o destrucción de las capacidades estatales imprescindibles para plantearse cualquier proyecto de desarrollo capitalista viable en el corto, mediano y largo plazos.

La disonancia cognitiva se expresa también en contradicciones políticas. Un par de días después de la presentación del Plan México, la presidenta reunió a los gobernadores y alcaldes del país para pedirles que con sus magros recursos inviertan en infraestructura y servicios básicos, puesto que el gobierno federal no tiene recursos suficientes. Esta petición es en sí misma contradictoria, puesto que López Obrador y la propia presidenta han concentrado en el Poder Ejecutivo federal la inmensa mayoría del presupuesto público, debilitando deliberadamente a los órdenes estatal y municipal de gobierno como parte de un proyecto de centralización del poder en la Presidencia. Este modelo político sólo se puede sostener si el gobierno federal tiene alguna capacidad fiscal para llevar a cabo las inversiones y gastos necesarios, puesto que los gobiernos locales carecen de fondos para tal fin. La petición de la presidenta a los gobernadores y alcaldes llama la atención porque llega sin recursos, lo cual plantea a los propios políticos morenistas que gobiernan la mayoría inmensa de los estados y municipios el reto de hacer algo sin dinero extra.

Recapitulando, la presidenta ha ofrecido en su informe continuidad y lealtad absolutas al proyecto y al legado de López Obrador, no sólo en contenido sino en formas, que por cierto son absolutamente priistas. Inmediatamente después ha ofrecido a los empresarios nacionales y extranjeros comprensión y apoyo para que inviertan en México teniendo al Estado como un socio activo, exhorto que no viene acompañado de ninguna reforma operativa del propio aparato estatal y sobre todo sin ofrecer claridad en la trayectoria de la reforma de la justicia, convertida ella misma en un obstáculo central para la realización de proyecto económico. Para terminar, la presidenta ha pedido a los gobiernos locales que tomen la responsabilidad de construir infraestructura sin ofrecerles recursos para ello. En suma, la presidenta pide lo que no puede hacerse, atrapada en una densa red de compromisos políticos con su predecesor y con la realidad del debilitamiento mayúsculo del Estado mexicano, profundizado además por la absurda reforma de la justicia que este mismo año demostrará sus límites y sus consecuencias.

Por ahora, estas disonancias cognitivas y contradicciones políticas no son del todo visibles, pues la presencia permanente de la presidenta en el espacio público mediante la continuidad de las mañaneras y las giras constantes —es decir, el seguimiento del guión performativo de López Obrador— mantienen la popularidad de la mandataria aunque su proyecto político y económico sea patentemente inviable. La pregunta que nos tenemos que hacer es si hay alguna forma de salir del enredo de la madeja. Para ser francos, no la hay desde el punto de vista interno al régimen, y para colmo las condiciones externas se han vuelto absolutamente negativas con la llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Ese factor externo dificultará o por lo menos retrasará los proyectos de integración económica e incrementará los costos del aparato de seguridad, al obligar al gobierno mexicano a combatir efectivamente al crimen organizado. También plantea riesgos de que disminuyan las remesas de los mexicanos en el exterior, que ha sido en realidad la principal política social que ha tenido México en los últimos diez años.

Por si todo esto fuera poco, los acontecimientos recientes en materia de combate el crimen organizado demuestran hasta qué punto la gobernanza territorial del gobierno de López Obrador se basó en una asombrosa permisividad, o en muchas partes del país, en una abierta alianza entre los gobiernos locales oficialistas y el crimen organizado. Combatir este modelo obliga a crear un nuevo tipo de gobernanza territorial cuyo requisito obvio y fundamental es contar con fuerzas policiacas locales no aliadas al crimen y un sistema de justicia operativo, precisamente lo que no se tuvo, lo que no se tiene y lo que no se puede tener sin recursos y sin reorientar radicalmente la llamada reforma de la justicia, cuya implementación en las condiciones actuales del país puede más bien favorecer la consolidación del modelo del cual urge salir. Las guerras civiles del narco en Sinaloa, en Chiapas, en Tabasco, en Michoacán, en Guanajuato, en el Estado de México y en todas las entidades fronterizas, nos hablan de un momento de desorden y descontrol al interior de los múltiples grupos del crimen organizado, que fomenta la incertidumbre, la violencia descontrolada y la debilidad del Estado mexicano. Si bien hay un cambio patente en la política criminal del gobierno federal, que ha pasado de la tolerancia casi absoluta a una proactividad notable, lo cierto es que el combate real al crimen organizado implica cambiar los regímenes políticos locales por lo menos en la mitad del país. Este es un proceso cuya implementación, de haber decisión política, llevará lo que resta del sexenio, siempre y cuando haya recursos y voluntad política constantes, no sólo en el gobierno federal, sino en los gobiernos estatales y municipales. No está claro a estas alturas que los gobernadores estén dispuestos a comprometer su capital político y sus carreras presentes y futuras en conflictos de larga duración que implican reajustes de poder regionales y locales que tendrán no sólo consecuencias en términos de violencia, sino también económicas y políticas. El colapso de la economía sinaloense es un ejemplo de ello, así como la parálisis que sufre desde hace dos años la frontera entre Chiapas y Guatemala. La gobernanza criminal no se podrá revertir sin una presencia militar permanente, cuyo costo es y seguirá siendo monumental.

Vaya retos los que debe enfrentar la presidenta Sheinbaum. Ojalá logre salir exitosa de la compleja situación. Lástima que no pueda convocar a la sociedad civil en su apoyo ni a la escasa y lastimera oposición. Hay mucha soledad en el aparentemente saturado Palacio Nacional.