Por Carlos Tercero
El primero de junio de este año, se elegirán ayuntamientos, lo cual implica 39 presidencias municipales, 39 sindicaturas y 326 regidurías en Durango, así como 212 presidencias, 212 sindicaturas y 630 regidurías en Veracruz; es decir, mil 458 cargos edilicios tan solo para dos estados, lo cual invita a reflexionar sobre la figura administrativa y de gobierno que implican los ayuntamientos y sus cabildos.
La institución del Cabildo, comenzó a consolidarse en España durante la Edad Media para ser heredado y adaptado más tarde en el contexto del Virreinato de la Nueva España, fungiendo como la autoridad local encargada de la administración, la justicia y el orden público, con una estructura y funciones que han permanecido notablemente inalteradas a lo largo de siglos, revelando una rigidez que contrasta con las transformaciones sociales, económicas y políticas que han ocurrido desde su creación, pasando por las transiciones que implicaron la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Ha sido una larga permanencia de esta figura de gobierno municipal, desde la creación del Cabildo de la Villa Rica de la Vera Cruz el 15 de mayo de 1519, que nombró a Hernán Cortés como Capitán General y Justicia Mayor; pasando por la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, hasta nuestros días y efectivamente, se mantiene prácticamente intacta, a pesar de su consideración en el Artículo 115 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, donde se estipula que, para la elección del cabildo deben combinarse los principios de representación proporcional y de mayoría relativa.
Desde sus orígenes, el cabildo fue pensado a favor de autonomía municipal, democratizar las decisiones locales e integrar a los ciudadanos en la gestión pública, preceptos que, en la práctica, realmente han sido históricamente limitados.
En las últimas décadas, el contexto de los gobiernos locales en México ha evidenciado cómo las posiciones edilicias (síndicos y regidores), se han convertido, en muchos de los casos, en un pesado lastre político, financiero y administrativo, al alejarse de su esencia “legislativo-consultiva”, para adueñarse de funciones e incluso posiciones ejecutivas; dejando de actuar así, como contrapesos reales dentro de los ayuntamientos, derivando en obstáculos para la gestión local. Los elevados costos asociados con sus salarios y prerrogativas se traducen en una carga desproporcionada para los presupuestos, en especial en aquellos ayuntamientos con comunidades sumidas en la pobreza y, por tanto, con recursos muy limitados. En muchas de estas localidades, el Cabildo ha dejado de ser un foro de deliberación efectiva para convertirse en un espacio de intereses partidistas y personales donde los regidores, en lugar de desempeñar una función fiscalizadora constructiva, se tornan en una oposición sistemática a los alcaldes, lo que dificulta la implementación de programas y políticas en beneficio de la ciudadanía, erosionando la democracia, al fomentar el conflicto interno y la inoperancia del gobierno municipal.
Dichas características en este órgano edilicio virreinal, obliga a cuestionar si sigue siendo el correcto para acotar las instituciones locales, cumpliendo con sus propósitos originales o si, por el contrario, necesita una reforma profunda que responda a la realidad de un México que no ha dejado de evolucionar; replanteando el número de regidores y síndicos, junto con la redefinición de sus funciones y atribuciones que aligere la carga presupuestaria y garantice que los recursos municipales se destinen a áreas prioritarias, como infraestructura, seguridad y desarrollo social, a la vez de impulsar la profesionalización y capacitación de los integrantes del Cabildo, que les permita mejorar su desempeño y recuperar la confianza ciudadana.
La historia del Cabildo en México refleja cómo las instituciones públicas deben evolucionar para estar acordes a su tiempo, y solo así, evitar perder su razón de ser al no adaptarse a las necesidades de su contexto y momento histórico y, por el contrario, mantenerse como un órgano eficiente y orientado al servicio público; no en un espacio caracterizado por la inercia, el conflicto y el dispendio de recursos. Es momento, sin duda, de incluir en la agenda política y el debate público, la pertinencia de actualizar esta ancestral figura administrativa.
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