Por Juan José Llanes
Perdimos a la Comisión Nacional de Derechos Humanos.
La perdió la sociedad mexicana no solamente a partir de que decidieron encargársela a una persona que no tiene la sólida formación jurídica que se requiere para ser Ombudsperson. No solamente desde que la CNDH dejó de ver violaciones graves a Derechos Humanos. No solamente a partir de que aplaudió (y sigue vitoreando) decisiones como la militarización de la seguridad pública.
La perdimos cuando se volvió una instancia de propaganda (mal hecha) cuya función sustantiva es convalidar lo que haga el gobierno.
El debate sobre la utilidad de la CNDH está muy trillado ya, considero. Pero en lo personal creo que, si, por ejemplo, la única investigación seria sobre el caso de Ayotzinapa la hizo la CNDH (no con Rosario Piedra al frente, hay que decirlo), ello justificaba su existencia.
La CNDH decidió, prácticamente, alejarse lo que más que pueda del Sistema Interamericano de Derechos Humanos. La idea de que la Comisión Interamericana o la Corte Interamericana de Derechos Humanos defina que algunas de las acciones del programa obradorista no pasan el filtro de los instrumentos internacionales, le pareció insoportable al régimen. Y la CNDH decidió plegarse a la opinión de quienes tienen el poder, bajo el sobado argumento (expuesto ad nauseam), de que operan en nombre del pueblo.
Ahora, el tema de la prisión preventiva oficiosa, cuyo catálogo de delitos que la ameritan el régimen decidió “ampliar”, la CNDH lo defiende a través de un panfleto propagandístico que, primero que nada, denuesta a quienes piensan distinto: son autores -dice el “Pronunciamiento” del pasado 11 de enero- de “divagaciones teóricas que no se ajustan a la realidad y no proponen ningún beneficio práctico para la población”.
A guisa de “explicación” (cuya finalidad no es otra sino demostrar que son tontos los que no están de acuerdo), la CNDH se escuda en las víctimas de la violencia y las instrumentaliza, doliéndose en su nombre del discurso de “actores” que usan los DDHH para ignorarlas y no ven los “avances en la aplicación de una nueva estrategia de seguridad pública”.
Y, de nuevo, la infaltable carga política: “Desde el exterior se repiten las formas de intervencionismo favorecidas por las políticas neoliberales y legitimadas por esta misma Comisión a lo largo de más de 30 años. Existen intereses externos que se oponen a que México actúe como un país libre y soberano que pueda modificar y ampliar sus leyes siempre poniendo por encima de todo el bien del pueblo y sus derechos humanos”.
No se puede ignorar que todo ello ocurre en el contexto de una narrativa en la que se pregona que, quien se adhiera a la noción de que la prisión preventiva oficiosa violenta la Convención Americana de Derechos Humanos, desea -en realidad- ver a delincuentes libres; que es un neoliberal y conservador influenciado por intereses “externos”, y un traidor a la Patria disociado de la “realidad”.
El tema de la prisión preventiva oficiosa ha sido motivo de disertaciones, artículos, ensayos, congresos, en los que hay una perspectiva más o menos homogénea: es una barbaridad.
Pero mientras el régimen asevere que quien se opone a ella no quiere que los delincuentes vayan a la cárcel, poco podrá prosperar cualquier debate en el que la regla que impone el gobierno es clara: quien cuestione lo que el Poder decida, no tiene por qué ser escuchado.
Así, en nombre del pueblo (“¡Defendemos al pueblo!”, dice a última línea del panfleto), se delinean los matices de un autoritarismo sin salida, en el que las aparentes grandes mayorías (relativas), deciden que nada de lo que quieran debatir las aparentes pequeñas minorías (relativas), debe ser tomado en cuenta.
Y a ello, se suma sin cortapisas la CNDH.