Por Juan José Llanes
Casi siempre, al inicio de una nueva gestión gubernamental (ya sea en el Estado, o en los municipios), se fragiliza la situación de quienes han prestado servicios a las entidades públicas. Y es que aún subsiste la idea de que los funcionarios que debutan en los cargos públicos pueden llegar con “su equipo”, “su gente”, o a cubrir “compromisos” contraídos en los tiempos electorales. En síntesis, en el mes de diciembre de cada seis años, se precipitan y encadenan despidos en la burocracia.
Se oyen cualquier cantidad de despropósitos que, en esencia, se nutren de la idea de que la estabilidad laboral es más ficción que una realidad palpable. Creo que debería verse de otra forma, como lo que es: un derecho humano.
Para poder entender lo que conlleva ese término y el cómo se tergiversa, se debe partir de esta premisa: hay trabajadores que pueden ser removidos sin consecuencias para la entidad pública patronal, y trabajadores que no deben ser removidos a menos que haya una causa y se siga un procedimiento. Los primeros, conocidos como “trabajadores de confianza”, no tienen derecho -en caso de ser removidos de su empleo- a que les reinstale o indemnice; los segundos, que deben ser considerados “trabajadores de base”, tienen derecho a que se les reinstale o indemnice, a su elección, en caso de ser separados injustificadamente de su empleo.
El primer problema se presenta cuando quienes llegan a desempeñar un cargo público de primer nivel, no tienen una idea clara de quiénes deben ser considerados trabajadores “de confianza” y quiénes “trabajadores de base”. Para ello, la pregunta clave no es “¿qué puesto tienes?”, sino “¿qué haces (o hacías)?”. Y aunque la definición de quién es de base y quién de confianza puede ser un tema complejo, lo cierto es que el saber qué hace (o hacía) el trabajador es de gran trascendencia, particularmente porque el trabajador de base se define por exclusión: un trabajador es de base, porque no hace (o hacía) actividades propias de un trabajador de confianza.
A lo largo de los años hemos podido atestiguar las arbitrariedades que se presentan cuando, desde el gobierno, se emprende la tarea de “renovar” áreas de trabajo, despidiendo a trabajadores. Para poder hacerlo, se emprenden variadas acciones:
1.- Les dicen a los empleados que estaban contratados “temporalmente”. En ocasiones, los trabajadores son sujetos de contratos temporales consecutivos, a veces por largos periodos. Pero si no existe una causa que justifique plenamente esa temporalidad, y aun cuando existiese una interrupción de varios días entre contrato y contrato, se considera que se trata de la misma relación de trabajo, continuada, y que se sujetó al trabajador a una forma de contratación anómala para evadir las consecuencias de la estabilidad laboral.
2.- Se les dice que son empleados “de confianza”, cuando en realidad no desarrollan funciones de dirección, inspección, vigilancia, fiscalización, manejo de fondos y valores, o alguna otra definida en el artículo 7 de la Ley Estatal del Servicio Civil de Veracruz. Por tanto, la idea de que son “de confianza”, porque así lo decide unilateralmente el ente patronal, no representa sino un intento para eludir las consecuencias de un despido injustificado.
3.- El despido indirecto. Que se presenta cuando se le pide al trabajador que firme una renuncia. A veces se le condiciona el pago de salarios u otras prestaciones (indemnizaciones, incluso). A veces se le dice que es un “trámite” porque “todos” -al arranque de una nueva administración- tienen que estar “renunciados” para evaluar si serán o no “recontratados”. El tema, en realidad, es más simple: se trata de que el ente patronal quiere allegarse un documento a partir del cual pueda liberarse de cualquier consecuencia de un despido injustificado.
4.- El “tener” o “no tener base”. Sobre esto debe decirse: la “base” no es una “cosa” que se tenga o no. Es un estatus del trabajador, que cristaliza su derecho a la estabilidad laboral. Y se define de manera muy clara: si un trabajador NO hace tareas propias de un trabajador de confianza, y tiene más de seis meses desempeñando un empleo dentro de una misma entidad pública, es un trabajador de base definitiva. La cosificación del término “base” ha conducido a la idea (absolutamente errónea) de que a un trabajador “se le da” la base, se le “basifica”, o que son “cosas limitadas” (“no hay bases”, suele decirse). El punto se complica cuando se enreda (a propósito) con el derecho a la sindicación: fluye la idea errónea de que solamente los trabajadores sindicalizados son “de base”.
Quizás la forma más aviesa de deshacerse de un trabajador, es tratar de aludir a un supuesto “derecho” de quien llega a ocupar un cargo público para decidir quiénes conservarán o no su empleo. Es claro que, de cierto nivel jerárquico en adelante, pueden definirse arbitrariamente quiénes ocuparán esos cargos (secretarías, subsecretarías, direcciones, hasta el nivel de jefe de sección o su equivalente); empero el apetito que generan incluso los puestos más modestos dentro del servicio público lleva a imaginar que el “jefe” puede disponer de todos los puestos. Y no es así.
Una forma más sofisticada es el apelar a componentes anímicos: la “decepción” que provoca el que un trabajador no se someta y se vaya “agradecido” por la “oportunidad” de trabajar, y decida ser asertivo en lo que toca a sus derechos laborales.
La realidad -creo- es que el servicio público no puede inventarse y reinventarse cada seis años.
Y creo que la mejor prueba de que las cosas no son como les dicen a los burócratas que suelen despedir en estas épocas, es que el Tribunal laboral cada vez está más atiborrado de laudos en contra de entidades públicas; fallos que, además, hacen todo -desde el poder público- por no acatar.