Los riesgos de la restauración

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Por Alberto J. Olvera

Conforme avanzan los días queda en claro la naturaleza del proyecto político de la presidenta Claudia Sheinbaum. No se trata solamente de continuar la agenda heredada por López Obrador, sino que además de profundizar el proceso de centralización del poder ya iniciado en el sexenio anterior, ahora pretende llevarse a todas las instituciones del Estado y todos los niveles de gobierno. El origen de esta estrategia es un diagnóstico compartido por los dos gobiernos de Morena, basado en la convicción de que la transición a la democracia fue aprovechada por distintos poderes fácticos para consolidar sus posiciones en la economía, en la política y en la sociedad, privando al Estado de la capacidad de ejercer la soberanía nacional. El proyecto es terminar de revertir el empoderamiento de actores empresariales, civiles, políticos, criminales y otros más que colonizaron el espacio público, los gobiernos locales, los poderes judiciales y los organismos autónomos. Esta estrategia se está implementando a toda velocidad y pagando un altísimo precio en materia de legitimidad y de gobernanza democrática. El bono electoral recibido el 2 de junio pasado se ha interpretado como una autorización para imponerle al país la visión de un solo grupo de poder, el creado y dirigido por López Obrador.

Analicemos primero el diagnóstico. En efecto, el periodo de la transición de la democracia produjo una fragmentación del poder, especialmente desde el punto de vista territorial, pero también funcional. El gobierno federal perdió su tradicional espacio de maniobra, consecuencia de la debacle del presidencialismo centralista que construyó el régimen del PRI. Los gobernadores y algunos alcaldes se empoderaron en este periodo, hubo gobiernos divididos a nivel federal y en los estados y, mientras se debilitaba la autoridad central, surgían poderes criminales aliados a los gobiernos locales y nuevas alianzas criminales-empresariales-políticas. Una primera intentona de recuperar el poder central en el periodo de Peña Nieto fue el Pacto por México, un acuerdo entre los tres principales partidos para llevar a cabo varias reformas constitucionales, entre ellas la federalización de organismos autónomos garantes de derechos (INE, Inai), en el ánimo de contener el acaparamiento de poder a escala subnacional que habían llevado a cabo gobernadores priistas, panistas y perredistas por igual. Fue un reconocimiento de que la democracia electoral había dado lugar a nuevas formas de autoritarismo subnacional. Este primer momento de reconcentración del poder fue muy poco exitoso debido al acuerdo que el presidente Peña hizo con los gobernadores de su partido, dándoles manga ancha en sus estados, en aras de mantener la hegemonía del PRI tanto a nivel federal como local. Este partidismo abierto rompió la alianza con el PAN y el PRD, causa central de la derrota estrepitosa de todos ellos en 2018.

La derrota de los partidos de la transición en 2018 significó el fin de un periodo de la democracia mexicana. La democracia elitista a nivel federal combinada con diversos modelos de autoritarismo subnacional perdieron legitimidad no sólo por su creciente aislamiento de la sociedad sino también por su falta de eficacia en resultados tangibles. Los salarios siguieron muy bajos, la política social en sus diversas modalidades fue insuficiente y la generalización de la corrupción resultó intolerable para la mayoría de la población. López Obrador fue el vehículo de este hartazgo social con la democracia elitista y disfuncional. El nuevo líder representaba un proyecto de regreso a un pasado mitificado. López Obrador creó un régimen populista con amplio apoyo social que basó la gobernanza territorial en alianzas con sectores de la misma clase política del pasado y con los remanentes del corporativismo sindical creado en la época priista y funcional también en la fase de la transición. Sin embargo, la concentración de poder fue gradual en la medida en que en la primera mitad de su mandato AMLO no contó con mayorías parlamentarias suficientes ni con hegemonía territorial. Las elecciones intermedias de 2021 fueron paradójicas: de un lado, no le dieron mayoría calificada en la Cámara de Diputados al partido oficial, pero en cambio éste ganó una mucho mayor presencia territorial, que a la larga resultaría estratégica para el triunfo arrasador de Morena en las elecciones presidenciales, parlamentarias y para gobernadores de 2024.

El gran triunfo de Morena le permitió a López Obrador en sus últimos meses de mandato poner en práctica una estrategia agresiva de culminación de su proyecto de restauración de un régimen presidencialista con hegemonía política territorial y control de todos los poderes del Estado. Las famosas veinte reformas propuestas por el expresidente el 5 de febrero de 2024 marcaron la pauta de este proyecto. Lo sorprendente para todos los mexicanos ha sido la velocidad con la que López Obrador y después Sheinbaum impusieron el paquete completo de reformas sin mediar negociación alguna con la oposición ni generar consensos con aquellos sectores de la sociedad civil que se consideran agraviados por la restauración del presidencialismo absoluto. Sin embargo, en la lógica de AMLO, era necesario aprovechar la coyuntura del triunfo electoral de junio para terminar de noquear a una oposición en franca desbandada y a una sociedad civil desarticulada, pequeña y separada de la mayoría de la población. La reproducción de la cultura priista de la disciplina y obediencia al presidente fue sorprendente por su magnitud, precisión y extensión. Las reformas constitucionales que ha aprobado el actual Congreso resultan en varios sentidos exageradas y aberrantes, pero fueron aprobadas a como dio lugar y sin medir sus consecuencias de corto, mediano y largo plazos.

La particularidad de este proceso es que ha producido una presidencia bifronte. El poder está concentrado, pero extraña e informalmente dividido y compartido entre López Obrador y la presidenta Sheinbaum. No podía ser de otra manera en la medida en que López Obrador fue un líder único y especial, un mandatario con enorme carisma y comprobada capacidad política en términos de cálculo y de habilidad para construir alianzas y golpear enemigos. Dado que el populismo necesita de un líder, es decir, de la encarnación del poder en una persona, y que en México el presidente no puede reelegirse, López Obrador escogió a una sucesora que comparte en plenitud su proyecto y sus métodos, y que por lo menos hasta el momento ha estado dispuesta a seguir puntualmente la estrategia y la táctica diseñadas por el líder para esta fase de plena instauración de un régimen presidencialista, el que, bajo estas condiciones, en teoría deberá tender a la institucionalización.

Sin embargo, el proyecto enfrenta varios obstáculos importantes. El primero y más grave es la pesada herencia de las alianzas que sectores del régimen morenista establecieron con actores del crimen organizado. Esas alianzas fueron funcionales para desplazar a la élite política previa y para garantizar que los gobiernos locales obedecieran plenamente las directivas presidenciales. Las consecuencias no previstas de este pragmatismo cortoplacista fueron el empoderamiento, diversificación y creciente presencia territorial de los grupos del crimen organizado en buena parte del país. El haber permitido o fomentado la generalización de las alianzas entre políticos locales y crimen organizado ha conducido a la pérdida del control territorial por parte del Estado, proceso que será muy difícil de revertir. De hecho, la gobernabilidad local en buena parte de México depende de estas alianzas, que son sumamente frágiles y tienen un altísimo costo para la sociedad en la medida en que han dado lugar a economías criminales extractivas a nivel local. El cobro de piso, el secuestro, el desarrollo de monopolios comerciales administrados por criminales, los homicidios, desapariciones de personas y el asesinato selectivo de periodistas y otros intermediarios de la comunicación son prácticas intolerables para la población, que más temprano que tarde tendrán un costo político para el partido oficial. Más aún, hacer depender la hegemonía territorial de Morena de pactos con criminales obliga ahora al régimen a tratar de recuperar la soberanía, y para ello tendrá que haber violencia y represión crecientes, precisamente las políticas que López Obrador deliberadamente omitió para no generar riesgos de daños colaterales. En las nuevas circunstancias, es imposible continuar con esta política irresponsable y oportunista, lo cual conlleva el enorme riesgo de que la Guardia Nacional y el Ejército se constituyan en fuerzas de ocupación territorial que en la práctica se convertirán en gobiernos locales. Esto es inevitable en la medida en que López Obrador deliberadamente debilitó las capacidades de los gobiernos municipales y estatales, y centralizó en el gobierno federal virtualmente todos los campos de la política pública. Paradójicamente, un triunfo sobre el crimen organizado a nivel local no puede lograrse con la mera ocupación militar y policial del territorio, sino que requiere gobiernos locales fuertes con autoridad y poder suficiente para imponer un orden civil, lo cual a su vez requiere la existencia de un Estado de derecho. La dramática crisis de violencia que tiene paralizada a la ciudad de Culiacán desde hace dos meses es el mejor ejemplo de estos riesgos, por no mencionar los casos de Guerrero, Chiapas, Tabasco, Michoacán, etc. Para colmo, lidiar con el empoderamiento militar será un reto mayúsculo.

El segundo problema es que el nuevo gobierno deberá pagar la cuenta del desperdicio irresponsable de capital estatal que llevó a cabo el gobierno de López Obrador. Cientos de miles de millones de pesos se gastaron de forma improductiva en proyectos faraónicos inconclusos y en mantener a flote a la empresa petrolera estatal a toda costa y a todo costo. Para poder canalizar fondos a estas obras se dejó en los huesos, como ni siquiera los políticos neoliberales lo hicieron, a las estructuras fundamentales del Estado, a saber, los sistemas de salud y de educación, la construcción y mantenimiento de carreteras, la seguridad, la justicia y la intervención en el desarrollo de la agricultura y de la industria nacionales. Hay una terrible crisis fiscal que no puede resolverse sin pagar un alto precio: sea reduciendo los gigantescos subsidios a Pemex, incurriendo en un endeudamiento aún mayor al que ya produjo López Obrador en su último año de gobierno en un contexto internacional desfavorable, o llevando a cabo una pospuesta reforma fiscal que puede dañar aún más las relaciones entre el gobierno federal con los empresarios. En cualquier caso, la salida de la crisis fiscal tendrá también un costo político.

Finalmente, pero no al último, la precipitación, inmoralidad y autoritarismo con que se han llevado a cabo las reformas constitucionales recientes, especialmente la llamada reforma judicial, la ampliación del catálogo de delitos que ameritan prisión preventiva oficiosa, el otorgamiento de capacidades de investigación a una dependencia de seguridad federal, la desaparición de los organismos autónomos creados o fortalecidos en los últimos diez años, son un arma de doble filo. Por un lado, le permitirán al gobierno hacer lo que quiera sin supervisión alguna y sin riesgos de conflictos judiciales. En efecto, han puesto fin a casi todos los mecanismos de rendición de cuentas horizontales y verticales existentes. La cereza en el pastel ha sido la reelección de una persona notoriamente incompetente y políticamente sometida como presidenta de la Comisión Nacional de Derechos Humanos, una verdadera afrenta a todos los movimientos de derechos humanos y a los colectivos de víctimas. La implementación a toda costa de la reforma judicial traerá problemas de toda índole: logísticos, de legitimidad, de credibilidad y políticos.

Pero este cierre de espacios, instituciones y mecanismos de control ha dado lugar a la pérdida de la autoridad moral de la que se ha vanagloriado López Obrador. Su partido, por instrucciones suyas, ha comprado abiertamente a políticos de oposición impresentables; ha cerrado las puertas al debate público; ha impuesto funcionarios incompetentes e inmorales, borrado las causas judiciales de varios políticos oficialistas y empoderado a líderes parlamentarios mafiosos, además de apoyar a gobernadores cuyas alianzas con el crimen son públicas y notorias. La actitud de los nuevos mandatarios morenistas es de soberbia y prepotencia, los pecados capitales que destruyeron al PRI y al PAN. Es inevitable, además, que emerjan pronto los escándalos de corrupción del gobierno de López Obrador que se mantuvieron ocultos. Todo esto puede fortalecer, paradójicamente, a la presidenta Sheinbaum si logra separarse de los excesos y castigar al menos a algunos de los más conspicuos delincuentes de la fase previa.

Como sucede cuando un partido se convierte en casi único, los conflictos por el poder sucederán ahora al interior. Corregir los excesos del sexenio pasado implicará necesariamente ajustes de cuentas diversos. Resolver el entuerto de la presidencia bifronte tampoco será fácil. La gran ventaja del grupo en el poder es que la debilidad (o casi inexistencia) de oposición partidaria y la debilidad de la sociedad civil facilitarán el procesamiento interno de las contradicciones del régimen. Al mismo tiempo, nuevos movimientos sociales emergerán, y con suerte también nuevos liderazgos sociales y políticos. Pero por lo menos durante un sexenio, tendremos una plena restauración del presidencialismo centralista, con riesgos de autocratización creciente.

 

Texto publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos al autor su autorización para reproducirlo en La Clave