Por Darío Fritz
Hay una escena en La noche de los 12 años de un silencio absoluto donde tres hombres esposados se miran a las caras, a la distancia, esqueléticos, demacrados, sucios, harapientos, en el patio de una cárcel. Pero felices. Se descubren vivos, y cierran los ojos para mirar al sol, sentir la luz y la temperatura que los arropa, y llenarse de vida. Porque es eso, hay vida. Están pasando por el peor de los castigos de un ser humano; la tortura y el aislamiento por más de una década, la convivencia con ratas, con sus propios orines y excrementos, y la locura. Son presos políticos de la dictadura uruguaya. Son de carne y hueso, se dicen con sus gestos, porque les han prohibido hasta el habla. Solo entra lenta a la escena, pidiendo permiso, la voz encandilante de Silvia Pérez Cruz que el director de la película, Álvaro Brechner, ha incorporado en la versión de “The sound of silence”. Uno de los tres personajes que están allí, interpreta a José Mujica, quien al paso de los años dirá, tras casi tres lustros allí dentro, que el espíritu de venganza de nada sirve, que aquello fue tan solo peripecias: “El odio es antipolítico. No vas a ganar a nadie odiando. Hay muchos que se quedan prisioneros del odio”. Como un Mandela, un Martin Luther King o un Gandhi, no se quedó con el odio de los otros que lo vejaron, sino que entendió que “vivir es ser libre, y ser libre es sacarse la venda de los ojos”.
Al paso de unos años, Pepe Mujica gobernó Uruguay y lo hizo como tantos buenos presidentes que han sabido elegir los charrúas —bajó la pobreza, permitió a las mujeres abortar, a los homosexuales ser parejas legales, alejar el flagelo del narcotráfico con la legalización parcial del consumo de marihuana. Pero más que nada se convirtió con sus reflexiones acuciosas, punzantes y cristalinas, transmitidas por la voz aguardentosa de sabio pícaro e instruido por las experiencias de las lecturas y la vida misma, en el oído atento de multitudes mucho más allá de sus fronteras —diez mil jóvenes en la Universidad de San Pablo o dos mil personas fascinadas en un auditorio de Guadalajara. Como un personaje salido de la Antigua Grecia —de Séneca tomó aquello de que pobre no es quien tiene poco, sino quien mucho desea—, se dejaba decir para los políticos que “deben aprender a vivir como la mayoría del país, no como la minoría” o que un presidente “no debe confundirse con un monarca”. Pero poca cosa hay que esperar de ellos, alertó —¿quién lo puede decir mejor si viene de allí?—: “No esperemos del mundo fosilizado que gobierna Europa, el mundo occidental y el mundo oriental; esperemos en todo caso un rayito de esperanza de las nuevas generaciones, particularmente del mundo universitario, del mundo estudiantil y de los trabajadores jóvenes”.
Especie de “Quijote disfrazado de Sancho”, como lo definieron sus biógrafos Andrés Danza y Ernesto Tulbovitz en Una oveja negra al poder, antítesis del “viejo Viscacha” del Martín Fierro, confía, siendo crítico de la izquierda a la que pertenece, en “la fuerza de la masa”, en “combatir el mundo del prejuicio conservador, que quiere esconder las culpas debajo de la alfombra”, en que las guerras y el cambio climático no lo revertirán los gobiernos sino “los jóvenes cuando cubran las calles y los obliguen”, en “aflorar al primitivo que llevas dentro, que ese te va a hacer sobrevivir”.
A los 89 años, esta semana salió de su casa en una finca cerca de Montevideo —envejecer es no querer salir de casa, dijo en alguna oportunidad— y lo anunció como la última vez. Ante una multitud en un acto de campaña para las elecciones presidenciales de este domingo en Uruguay, siendo “un anciano que está muy cerca de emprender la retirada de donde no se vuelve”, razonó que “hay que trabajar por la esperanza” sin odios ni confrontaciones, “feliz porque están ustedes, porque cuando mis brazos se vayan habrá miles de brazos sustituyendo la lucha”.
Nelson Mandela, como el propio Pepe también, decía que “la mayor gloria no es caerse nunca, sino levantarse siempre”. Mantener los pies sobre la tierra es algo que se repite, pocos lo logran. Mujica lo ha eternizado.
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