Por Alberto J. Olvera
El proceso iniciado por el Congreso saliente para aprobar en comisiones dieciocho reformas constitucionales impulsadas por el presidente López Obrador equivale en la práctica al lanzamiento de un proceso constituyente sin nombrarlo ni cumplir las reglas mínimas que tan trascendente proceso debe cubrir. En sus últimos días de mandato, el presidente López Obrador ha decidido culminar su proyecto personal de transformaciones constitucionales, sin considerar que tan trascendente empeño requiere algo más que tener mayorías parlamentarias calificadas. Necesita también un proceso de discusión, asimilación, consenso y, en su caso, procesamiento parlamentario, puesto que se trata ni más ni menos que de emitir una nueva constitución.
Para ello, como todas las experiencias constituyentes lo demuestran, es necesario tener un apoyo popular y un consenso social que no se obtiene en las urnas por vía indirecta, sino través de un proceso público de debate que no sólo incluye a los aliados políticos del momento, sino a todo el espectro político y social en un momento dado de la historia. López Obrador ha entendido el triunfo electoral del 2 de junio pasado como una autorización automática para la realización de sus sueños, lo cual es un error garrafal. El triunfo del 2 de junio fue un plebiscito sobre la continuidad de las políticas públicas impulsadas en su gobierno, y no una autorización para llevar a cabo una transformación radical del orden jurídico, que implica anular de facto la división de poderes y destruir los pocos avances democráticos logrados en el largo, penoso y fundamentalmente fallido proceso de transición a la democracia.
Las famosas veinte reformas, dieciocho de ellas constitucionales, que el presidente López Obrador planteó el 5 de febrero como su programa máximo, están ahora en vías de procesarse en el Congreso como si hubiesen sido validadas por la ciudadanía en su totalidad. Si bien Claudia Sheinbaum como candidata de la Presidencia habló de esas reformas y dijo que las apoyaba, el voto mayoritario en su favor no significa que haya un acuerdo ciudadano en torno a dicha reformas, cuya significación y trascendencia no entiende nadie y están siendo procesadas a toda velocidad, pasando por encima de la voluntad ciudadana.
La reforma judicial ha acaparado la atención del público mexicano, porque transforma en efecto la composición y las formas de operación y legitimidad del Poder Judicial. Siendo esta la reforma más trascendente desde el punto de vista político institucional, no puede olvidarse que hay otras diecisiete reformas constitucionales con graves consecuencias para el futuro del país, que no pueden ignorarse y que pretenden ser aprobadas en lo oscurito, sin que los ciudadanos entiendan qué está pasando y sin que se generen los consensos necesarios para aprobarlas.
Estamos experimentando un proceso constituyente desde arriba, llevado a cabo a toda velocidad, sin consideración alguna por los procesos parlamentarios establecidos en la ley, aprovechando, por un lado, la virtual desaparición de la oposición, y por otro, el descontrol de la opinión pública en medio del arrollador triunfo de Morena en las elecciones y la falta de espacios críticos que puedan detener la abusiva maniobra que lleva a cabo el presidente en sus últimos días de gobierno.
No se trata de una sorpresa política. El presidente López Obrador había anunciado desde el principio de este año que su legado consistiría en una serie de cambios constitucionales de gran calado, que destruyesen las instituciones y prácticas creadas en los gobiernos de la transición democrática neoliberal. Su programa del 5 de febrero de 2024 era una especie de testamento para la posteridad. Sin embargo, el triunfo abrumador del 2 de junio fue leído por el propio presidente como una autorización para llevar a cabo sus ambiciones, sin controles y sin consideración de los procesos propios de una democracia constitucional. Este abuso del poder no es nuevo. El PAN, el PRI y el PRD hicieron algo similar durante los años 2013 y 2014 al aprobar las llamadas reformas estructurales o Pacto por México, que culminaron el ciclo de reformas constitucionales que fueron llevadas a cabo durante veinte años para lograr la “armonización” de la Constitución de 1917 con el proyecto neoliberal. Ese abuso de los partidos entonces mayoritarios permitió la privatización parcial de la industria energética, la creación de organismos regulatorios de los mercados y la federalización de la jurisdicción de los institutos Nacional Electoral y de Transparencia y Acceso a la Información, entre otras reformas democráticas. La naturaleza arbitraria de estas reformas, por cierto, fue denunciada en tiempo y forma por el propio López Obrador, sin éxito político. Tanto el PRI como el PAN y el PRD, así como el recién creado Morena, pensaban que la autorización de la inversión privada en Pemex y en la Comisión Federal de Electricidad causarían una especie de revolución popular que impediría la privatización parcial de esas industrias. Paradójicamente no pasó nada, y parecía que el momento del nacionalismo revolucionario había pasado a la historia.
López Obrador ha imitado ahora a los viejos partidos al impulsar un proceso constituyente tan arbitrario y poco democrático como el que experimentamos diez años atrás. El viejo líder revierte las reformas estructurales del Pacto por México por las mismas vías y procedimientos abusivos con que esas reformas fueron aprobadas. En otras palabras, lleva a cabo un proceso constituyente sin consulta a la ciudadanía, burlando la voluntad popular al llevar a cabo un proceso no autorizado por los ciudadanos con su voto.
Todo esto podría haberse evitado si López Obrador no pretendiera otorgarse a sí mismo la victoria simbólica en una batalla política que no pudo ganar durante su mandato. Sería sin duda más productivo políticamente que el siguiente gobierno impulsara las reformas constitucionales, hoy discutidas a todo vapor de manera irresponsable, por medio de un proceso de cambio de la constitución integral, plural y condicionado a la elección de un verdadero Congreso constituyente, que es lo que amerita la naturaleza y profundidad de los cambios que se quieren llevar a cabo. La experiencia de la Asamblea constituyente de la Ciudad de México demostró que es posible impulsar un proceso inclusivo, políticamente plural y validado por la sociedad civil, con absoluta legitimidad, sin temor a perder el control del proceso y sin poner en riesgo las reformas legales más trascendentes. Hoy nadie duda que Morena y el presidente López Obrador ganaron una batalla estratégica el 2 de junio, alcanzando una hegemonía política que se le había escapado en los seis años pasados. Por ello mismo, ese triunfo debería ser leído como el inicio de la verdadera transformación, no como su culminación. Una vez derrotada la desprestigiada oposición, los consensos necesarios para lograr la estabilidad a largo plazo del nuevo régimen político deben cimentarse en una sólida base constitucional y política que en la circunstancia actual tiene casi garantizada.
Usar la mayoría temporal de que goza Morena en el periodo 2024-2027 en la Cámara de Diputados para llevar a cabo cambios constitucionales de enorme envergadura, sólo puede calificarse como un abuso de poder. Un Congreso constituyente políticamente plural, convocado expresamente por la nueva legislatura con mayoría morenista, seguramente produciría, independientemente del método que se elija para constituir esa instancia, una mayoría de Morena que puede ampliarse fácilmente dada la crisis terminal que enfrenta el PRI y la subordinación vergonzosa que el PT y el Partido Verde tienen al partido en la Presidencia. La gran diferencia entre una imposición súbita y un verdadero proceso constituyente es que prolonga en el tiempo la decisión y la implementación de los grandes cambios que Morena pretende impulsar, a la vez que les da legitimidad mediante una ponderación pública de su viabilidad y efectos. El debate público auténtico y no simulado puede crear los consensos necesarios para que esos cambios constitucionales sean considerados legítimos y validados para un periodo histórico, y no el resultado de la veleidad personal del presidente saliente, que quiere imponerlos al resto de la sociedad y a la clase política en su conjunto, y a su propia sucesora, sin consideración alguna de las necesidades de legitimación de las reformas que impulsa. El problema de llevar a cabo un proceso constituyente violento, súbito y no validado por la ciudadanía es que en cuanto el partido en el gobierno pierda su mayoría parlamentaria, estas reformas pueden ser destruidas o sus proyectos detenidos políticamente por una oposición radicalizada que considere que el cambio en el orden constitucional y político del país fue un abuso de poder y no un consenso ciudadano.
Sería en el interés mismo de la presidenta electa Claudia Sheinbaum y de Morena el darle claridad, legitimidad y validez al proceso constituyente para que su gobierno obtenga la legitimidad necesaria para impulsar cambios trascendentales. Así, el gobierno mismo se convertiría en el vehículo de implementación de las transformaciones que un Congreso constituyente real y legítimo decida. De otra forma, en la historia política de México los cambios constitucionales que se pretenden aprobar en estos días y en el resto del mes de septiembre, serían leídos como el más grande abuso de poder de la historia política mexicana contemporánea y como una regresión en la trayectoria de la difícil transición a la democracia en México.
La coyuntura que vivimos debe ser leída en el contexto específico en que estas reformas quieran impulsarse. El interregno entre el fin del gobierno de López Obrador y la toma de posesión de Sheinbaum se ha convertido en un momento pantanoso, incierto y oscuro en el que coinciden decisiones tomadas a espaldas de la ciudadanía y una crisis de gobernabilidad. Ejemplos patentes de ésta son la pérdida de control territorial por parte del Estado mexicano en varios estados de la República; la comprobación fáctica de las alianzas entre el actual gobierno y por lo menos un grupo del crimen organizado, como demuestra el caso del Mayo y su estrecha y larga relación con los políticos sinaloenses y, a través de ellos, con los nacionales; el caso del exgobernador Javier Corral (por cierto, un hombre decente) es un ejemplo más del patente, cínico y sistemático uso político de la justicia para beneficiar a los aliados y perjudicar a los enemigos. Las llamadas giras del adiós de López Obrador con la presidenta electa Claudia Sheinbaum, lejos de ser demostraciones del contento popular con el cambio/continuidad de gobierno se han convertido en escenificaciones descaradas destinadas a construir un mito que no puede validarse en la práctica. Los eventos de las giras del adiós durante el último mes y medio son producciones en los que la mayoría de la audiencia son Servidores de la Nación, sin que los ciudadanos de a pie puedan participar, ni siquiera como público. El caso extremo ha sido el más reciente, la inauguración de la presa de Temacapulín en Jalisco, acto al que los habitantes de los pueblos beneficiados por la no inundación de sus tierras no pudieron asistir, puesto que el escenario estaba copado por los servidores de la nación para garantizar el control del acto y denostar al gobernador local al gusto del presidente. En los demás actos el autoengaño de AMLO se ha magnificado a niveles casi inexplicables, e incluso usado para dar apoyo político a un gobernador en desgracia, el de Sinaloa, quien debería haber pedido permiso o renunciado por dignidad. Lejos de estar en una circunstancia histórica celebratoria, el país vive un momento crítico cuando surgen por todos lados ejemplos de la pérdida de poder territorial del Estado, del uso discrecional de la justicia con fines políticos y de la voluntad del líder de imponerle al país su agenda política personal, nacida de ocurrencias y no de un proyecto bien pensado y compartido.
Lamentablemente para México, la oposición no se recupera de la brutal derrota sufrida el 2 de junio. El PRI ha sido tomado por un dirigente mafioso, incompetente e inmoral que lo único que busca es impunidad para sí mismo y vivir del erario el mayor número de años posible. En el futuro inmediato es previsible la venta de los votos de sus diputados y senadores al gobierno que busca reformar la constitución sin discutirla con la nación. Del Partido Verde y del Partido del Trabajo ni hablemos. En teoría, esos partidos tendrían la potestad de detener el autoritarismo legislativo, puesto que fueron parte de una coalición electoral, pero no de una coalición de gobierno. A pesar de la importancia de los votos de estos partidos en el parlamento, sin los cuales Morena no tendría mayoría calificada, ninguno de ellos ha merecido carteras en el gobierno entrante y ni siquiera respeto de los gobernantes, tanto salientes como entrantes. Estos partidos son tratados como lo que son, apéndices comprados a bajo precio por un partido dominante.
La circunstancia es poco halagüeña. Con el PRI copado por un dirigente oportunista que tiene una larguísima cola que le pisen, con el PAN concentrado en una lucha por el poder del partido en la que una generación de jóvenes dirigentes corruptos son los que controlan el juego, con el PRD que ha perdido el registro y el PT y el Partido Verde como meros instrumentos del gobierno, carentes de independencia, poder y criterio, no se ve cómo podría ser posible detener la intentona golpista a nivel parlamentario que Morena y el presidente López Obrador han decidido llevar a cabo frente a los ojos de la nación.
El problema no es para López Obrador, a quien sólo le importa consolidar la idea de que él transformó a México de cabo a rabo. La crisis le va a explotar a Sheinbaum, dedicada hoy día a demostrar ante los ojos de México y del mundo que ella no es más que una fiel seguidora de las instrucciones del líder, una ejecutiva que con sus capacidades tecnocráticas llevará a la práctica de la mejor manera posible el programa que le impuso su predecesor y con el cual se ha comprometido hasta la médula. El problema es que llevar a la práctica las transformaciones constitucionales que se están procesando tendrá un costo político, simbólico y económico enormes que la presidenta entrante tendrá que pagar. Por ahora nadie parece darse cuenta de ello, pero el tiempo político es muy corto. Mientras tanto, esperemos que algunos actores políticos y sociales puedan impulsar una alternativa política fuera de los partidos hoy existentes, que han dejado de representar a nadie que no sean ellos mismos. La reforma política de México pasa por reconstruir el sistema de partidos, darle de nuevo legitimidad a un gobierno que se ha sobrepasado en la implementación de un proyecto que no tiene legitimidad ciudadana y que cree que no pagará un precio por su abuso del poder, y abrir nuevos espacios de debate público democrático. De otra manera, retrocederemos a los tiempos del autoritarismo priista, por más “progresista” que sea el discurso oficial.
Este texto fue publicado originalmente en el blog de Nexos. Agradecemos a su autor la autorización para reproducirlo en La Clave.