Por Darío Fritz
La pregunta anticipaba sobre la muerte. “¿Te ocurrió? ¿Ver la luz apagarse en sus ojos?”. “Te acostumbras”, fue la respuesta. En la pista de Santa Ana, California, la yegua “Flag” se había quebrado la mano izquierda. Nada que hacer por ella. La conversación entre dos jockeys daba luz a un instante dramático de Luck, la ficción cinematográfica del mundo oculto detrás de las apuestas de caballos, protagonizada entre otros por Dustin Hoffman, Nick Nolte y Dennis Farina, que desconocía, al momento de filmarse en 2011, un mundo paralelo algo lejos de allí, en Texas y Oklahoma, emparentado con la realidad. Alguien había puesto el ojo en compras multimillonarias de caballos y un apostador que se llevaba premios en millones de dólares. La luz en el mundo real comenzaba a entrar para unos y apagarse para otros. Se estaba lavando dinero, fue la hipótesis acertada. Dilucidarlo era el gran reto.
Una historia con semejanzas, impensada y exuberante en glamour, se estaba gestando entre la ficción de California y los tiempos reales de los dos estados sureños estadounidenses. Si “Flag” moría sobre la pista, “Tempting Dash”, un caballo lento y sin estrella, triunfaba en 2009 en el hipódromo de Oklahoma. Como suele ocurrir, la empatía con el lugar y la historia lleva a las elecciones precisas. Scott Lawson, un agente principiante del FBI, nacido en el campo, amante de los equinos, fue el mejor prospecto para intuir qué había allí. La ruta del dinero le explicó todo tres años más tarde – Luck finalizaba por entonces su primera y única temporada, sin mucho brillo de audiencia- y podía demostrar ante un gran jurado en Houston que tres hermanos ya muy conocidos, de apellido Treviño (José, Omar y Miguel), habían hecho del juego millonario de las carreras hípicas un gran negocio para transparentar el dinero ilegal del crimen organizado.
Dan Johnstone y Castor Fernandez, los directores de “Cowboy Cartel”, el documental de AppleTV que da cuenta de la historia de Lawson, pudieron ponerle la excelente música de Luck o las similitudes de cómo se hace corrupción en los hipódromos, y bien podría tratarse de lo mismo. La principal diferencia está en sus protagonistas, los líderes de Los Zetas, que nada tienen de expertos en apuestas como el Ace Bernstein (Hoffman) de ojos claros y trajes de banquero.
Si para la última década del siglo pasado, en lugares como Matamoros se apostaba en carreras dentro del penal estatal, y los miembros del Cartel del Golfo -Los Zetas fueron su brazo armado en principio- hasta se escondían en su interior para esquivar rivales y autoridades, sus herederos, los hermanos Treviño, hicieron de ese negocio en el sur estadounidense la sofisticación de entramados contables y circulación millonarias en cuentas bancarias, donde no faltaban testaferros -en el caso de Bernstein, su chofer-, empresarios extorsionados y lazos con el poder político y policial mexicano.
Cawboy Cartel muestra en un trabajo entrelazado de agencias de inteligencia -FBI, DEA y el Departamento del Tesoro- y el aporte investigativo del periodismo -el conocimiento de la historia por el NYT obligó a adelantar las detenciones- cómo las investigaciones alcanzan su éxito si se pega donde más duele: el dinero. Su gran acierto está en no caer en la deriva complaciente hacia las víctimas y la efectista descripción de la violencia aterradora en México.
Charles Bukowski, que de apostar conocía, y mucho, dejó escrito algunos años antes a estas historias, que “el hipódromo te chupa el cerebro y el espíritu… Nadie gana, finalmente; no hacemos más que buscar un aplazamiento, guarecernos un momento del resplandor”. Desde afuera, ya sabemos a qué no apostarle