Por Juan Antonio Nemi Dib
Vino a presentar su libro. Evidentemente se trató, igual que su reunión con la prensa veracruzana y su encuentro con 40 activistas de Coatepec, de una jornada de claro y abierto proselitismo en la que además de informar sobre la infamia del proceso penal que le fabricaron, la venganza y las vejaciones que sufrió desde el actual gobierno y le tuvieron ilegalmente presa, Rosario Robles se aplicó bien y en serio para que pensemos en serio los peligros de una autocracia mesiánica en la que la voluntad de un solo hombre destruye instituciones, intimida a capricho, cobra duramente agravios imaginarios, inventa conspiraciones, impone a la nación entera ocurrencias cuyos costos son ya incalculables e inevitable herencia para las próximas tres generaciones de mexicanos, usa y abusa visceralmente del inmenso poder público sin moderación, conciencia ni responsabilidad, con absoluto desprecio por la ley.
Rosario vino a denunciar a un gobierno que miente por definición, que bajo el imperio de los “otros datos” manipula y amenaza, vino a inquirir socialmente a una autoridad que lejos de procurar el consenso social más amplio y el mayor bien posible para la mayoría, si no la totalidad de los ciudadanos (deberes que son elementales para la autoridad en una democracia que se respete), por el contrario se ha entregado a envenenar, dividir y confrontar a la sociedad, en 64 meses ha sido causa directa o indirecta de la muerte evitable de por lo menos un millón 354 mil mexicanos (1% de la población total), y nos ha puesto en los peores y más graves riesgos para el estado de derecho, la vida y la libertad, desde los sangrientos conflictos entre las distintas facciones que protagonizaron la Revolución Mexicana de principios del pasado siglo, además de mostrar públicamente protección e impunidad, si no colusión, con los delincuentes.
Pero claramente, Rosario también vino a reivindicarse. A ofrecer una demostración clara y explícita, de que como muchos mexicanos en general y veracruzanos en especial, ella también fue víctima de acusaciones políticas disfrazadas, de un burdo “espectáculo justiciero” que se tornó, además de clara calumnia y prostitución judicial, en un hecho microscópico frente a las impunes raterías, el descomunal expolio vestido de mariachi y las inconmensurables fortunas ilícitas construidas en estos tiempos, al amparo de obras públicas caprichosas y no menos faraónicas, muy probablemente inútiles e incosteables, al amparo de SEGALMEX y tantos otros negocios de los nuevos privilegiados que están “transformando” la corrupción en una multimillonaria industria, no de clase mundial sino de cuarta clase.
A propósito de todo esto, tengo muy presente cuando el imberbe ocupante del Palacio de Gobierno de Veracruz respondió a los reporteros que le cuestionaban sobre su injusticia de encarcelar a una jueza cuyas sentencias no le agradaban a dicho virrey en turno; les dijo que: “no se preocuparan, que ella era juez y que por lo tanto sabría defenderse”. Ciertamente, la juez incómoda quedó en libertad más pronto que tarde y se demostró de nueva cuenta la cruel e infame práctica que de manera casi genética identifica a los autócratas -individuos generalmente pervertidos en sus emociones y patológicamente carentes de empatía y respeto por los demás—, que usan el poder únicamente pensando en su provecho y el de sus tribus dinásticas, sin el menor recato para privar de la libertad a quienes no les agradan o les son molestos, para destruir las vidas de quienes se niegan a cumplir sus caprichos o a ser cómplices de sus abusos, o simplemente les estorban en sus planes maléficos.
Invariablemente, estos endriagos piensan que convertir a una persona inocente en culpable frente a la sociedad, someterla al escarnio sin retorno, acabar con una honra y con un modo honesto de vivir, crear daños colaterales a familias enteras, ajenas al rejuego del poder, es una mera travesura sin trascendencia y sin importancia; pero tras observar las irreparables consecuencias de estos pérfidos encarcelamientos políticos usuales en las épocas recientes, cabe preguntarse: ¿hay diferencia entre el uso faccioso de la “justicia” y un homicidio doloso? Quien convierte por decreto a un inocente en delincuente, ¿se contendrá para asesinar?
Usar la violencia del Estado para saciar las ambiciones personales expresa la peor gangrena posible en la moral del poderoso o, sencillamente, la aterradora ausencia de ésta; por supuesto, también revela la insania del déspota, así como lo cobarde y la sumiso de sus desvergonzados ejecutores. Nunca debiera gobernar alguien a quien no le importa destruir en su provecho personal la vida de un inocente. Es la peor de las maldiciones y el mayor de los peligros para una sociedad, es el proceder de los dictadores, de los opresores, de los tiranos. Y por más opuestos que parezcan, la historia demuestra una y otra vez que los extremos se juntan, que en realidad, son uno y lo mismo, que por sus obras los conoceréis: agujas que supuestamente se afrentan pero que no llegarán a picarse.
Bienvenida a Veracruz, Rosario. Como te dije, habrá pocos que te entiendan como yo. Admiro tu fortaleza, tu determinación y tu valentía.
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