Por Darío Fritz
Las debilidades las cargamos a cuestas toda la vida. A veces intentamos hacerlas a un lado, antes de que lo peor suceda. Así sea por el huevo frito con plátano, apostar en riñas de gallos o caminar en la penumbra de una calle brava. Con todo lo que huele a terror suele pasar.
A los diez años veía una serie -siempre existieron, ahora el streaming las popularizó- considerada de culto: El hombre que volvió de la muerte. Casi a la medianoche me hacía un nudo en un viejo sillón destartalado frente a la televisión en blanco y negro, a la par de que entraba el silbido del viento pampeano, silencioso y frío como bien cruzaba cementerios. La voz tremebunda de Narciso Ibáñez Menta en cada uno de sus trece capítulos daba luz a un personaje vengativo con quienes lo llevaron a una condena a muerte. Nunca lo hallaban, no solo porque se lo creía muerto, sino que usaba máscaras diferentes para cada crimen. Aquellas noches fueron suficiente para evitar cualquier futuro contacto visual con los Chukis, Freddy Krueger y zombis de series de tiempos recientes.
De esas máscaras y terrores escindidos están hechas gran número de culturas, especialmente las de ascendencia indígena, así en México como el Amazonas, El Gran Chaco o el sincretismo hispano-africano de Puerto Rico. La analogía de las máscaras con la política está a un paso. Daniel Ortega se ha convertido en Nicaragua en un personaje propio de esas máscaras. Después del destierro de centenares de intelectuales, estudiantes, periodistas, curas, empresarios, que se le han parado para hacerle frente, y de decenas de muertos por resistir a su deriva autoritaria, bien podría decir Ortega, como el personaje de Mary Shelley, “yo era afectuoso y bueno; la desgracia me ha convertido en un demonio”. Porque sí hubo un Ortega parte esencial de la revolución triunfante de 1979, una revolución que en su sueño utópico de cambios que siguió a la revolución cubana se llegó a llamar “la revolución de los poetas”. A la que se le cantaba en calles, mítines y conciertos musicales en el mundo, y se le abrazaba al grito de “Nicaragua vencerá”. Pero poco a poco, aquel personaje se convirtió en un Frankenstein, como muy bien lo relata en Adiós muchachos, su compañero de batallas, el escritor Sergio Ramírez.
Ya desde 1990 por inspiración propia se gestó el personaje que abandonaba principios y épica revolucionaria por ordinarias ambiciones personales de poder, como tantas otras se podrían contar. Esos Frankenstein existen porque otros los dejan ser. Por derecha o por izquierda, políticos y gobernantes cierran filas por los cercanos y suyos, y alzan las máscaras para no ver ni oír de proscripciones, corrupción, asesinatos de opositores, persecuciones, encarcelamientos. Palmean, callan, muestran afectos, argumentan protección al amigo autoritario aunque si les tocara en su propia piel levantarían barricadas. Como en el espíritu de cuerpo militar, brota el ocultamiento, la cofradía, la impunidad, la ceguera consciente, para defender a los que son parte de la banda. Se asumen de derecha -lo hizo Bolsonaro en Brasil, se construye en la Argentina de Milei y en El Salvador de Bukele-, y en el caso nicaragüense, a la par de la Venezuela de Maduro, como de izquierda y progresistas. Son la manada que sigue al líder con anteojeras y bozal. Por lo demás, a callar, que todo siga igual.
Lejos quedaron del “Salmo 1” que escribiera Ernesto Cardenal, y que en algún tiempo llegaron a recitar: “Bienaventurado el hombre que no sigue las consignas del Partido ni asiste a sus mítines / ni se sienta a la mesa con los gánsteres / ni con los generales en el Consejo de Guerra. / Bienaventurado el hombre que no espía a su hermano / ni delata a su compañero de colegio. / Bienaventurado el hombre que no lee los anuncios comerciales / Ni escucha sus radios / Ni cree en sus slogans / Será como un árbol plantado junto a una fuente”.
@DarioFritz