Por Sandra Luz Tello Velázquez
En pleno año 2024 hay formas de discriminación que se escapan entre los resquicios de la legislación que proclama la igualdad de derechos.
Por ejemplo, el artículo Primero de la Constitución Mexicana prohíbe toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, género, edad, discapacidad, condición social, salud, religión, opiniones, preferencias sexuales, estado civil o cualquier otra que atente contra la dignidad humana. En el papel permanece y en las cámaras se presume, pero en el día a día se pisotea.
Es evidente que en América Latina, la discriminación tiene diversos rostros y sus dardos se lanzan para clavarse en distintas dianas; algunas formas de discriminación comunes son el clasismo, el racismo, la xenofobia, la homofobia, bifobia y algunos otros que aún no se denominan con precisión, pero que son evidentes, como lo correspondiente a la pobreza, edad, género, entre otras que cruzan orondas sobre las vallas que el elemental respeto a los derechos humanos exige.
Particularmente en nuestro país, las principales víctimas de la discriminación son los pueblos indígenas, personas de bajos recursos, la comunidad LGBTI+, discapacitados, descendientes afroamericanos y las mujeres, que a la fecha padecen violencia, falta de oportunidades escolares o laborales, negación de algún servicio, lo que les ha transformado en grupos vulnerables y que históricamente han sido maltratados por la colectiva memez.
Los actos discriminatorios son producto de una mezcla de complejos de superioridad, prejuicios, estereotipos, ignorancia y menosprecio por la dignidad humana. Todo inicia al señalar a una persona como alguien menor que el resto del grupo predominante. Cabe señalar que las etiquetas, las burlas, la exclusión deben ser consideradas como muestras de la discriminación.
Es claro que la tecnología, la ciencia, el mundo avanza a pasos agigantados. Sin embargo, en la erradicación de la discriminación parece que nos hemos aletargado como humanidad, lo que debería llevar a gobiernos, escuelas, familias y a la sociedad en general a reflexionar y actuar para eliminar la segregación.
Como diría Martin Luther King, “yo tengo un sueño”. Un sueño en el que reconozcamos que la libertad de uno está ligada a la libertad de todos, que la dignidad humana es inherente a la persona y que debe respetarse; tengo un sueño, un sueño en el que aceptemos que somos distintos, pero todos tenemos los mismos derechos, que merecemos justicia y que podemos caminar juntos, sanando la herida de la discriminación, la exclusión y la marginación para transformarnos en una sociedad que evoluciona y que no dará marcha atrás.