Por Emilio Cárdenas Escobosa
La violencia en México es un tema de gran resonancia, factor de ingobernabilidad, de desgarramiento del tejido social y de una gran disputa política sobre las estrategias para atajarla.
Pese a la aparente normalidad en que vivimos, un baño de sangre horroriza a la sociedad y la mantiene en la zozobra constante.
El tema de la inseguridad es hoy por hoy la principal demanda de la gente y ocupará, a no dudarlo, el centro de las propuestas de los aspirantes a la presidencia de la República y de las gubernaturas que estarán en juego el próximo 2 de junio.
La realidad no puede ser más dura: México cerró 2023 con 30.523 víctimas de asesinato, según cifras del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) y de acuerdo con un informe del Instituto Internacional de Estudios Estratégicos (IISS) de Londres, fuimos, al concluir el violento 2023, el primer país en Latinoamérica. Los niveles de violencia en México ya son comparables con los de Somalia, Nigeria, Franja de Gaza y Ucrania. El año pasado México superó en violencia a Siria, un país en guerra civil desde hace 10 años.
Más datos: México se ubica en el Índice Global de Crimen Organizado, elaborado por la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, en la que se señala que desde 2009, tenemos una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo.
Las cifras del SESNSP ya están incluso actualizadas hasta el 31 de diciembre de 2023, por lo que, desde el 1 de diciembre de 2018 hasta el último día del año pasado, durante el Gobierno de López Obrador se han acumulado 166.193 víctimas de homicidios dolosos, un incremento de 21% respecto a la cifra total de homicidios dolosos bajo Peña Nieto.
Datos duros que son comprobables con las propias cifras del INEGI sobre la principal causa de muerte de personas entre los 15 y los 44 años en México. Basta seguir el sangriento conteo que nos ofrecen los medios de comunicación nacionales y locales o las historias de crímenes, desapariciones, ajustes de cuentas y atrocidad y media que marcan nuestra realidad cotidiana, y que se explican, sin duda, por la operación sin control ni contrapesos del crimen organizado, que es hoy por hoy la mayor amenaza a la sociedad y el tema que mayormente preocupa, según todas las encuestas disponibles.
Múltiples explicaciones se dan para tratar de entender cómo hemos llegado a esta situación. Desde las culpas al pasado por haber abierto la puerta a la operación de las bandas del crimen organizado, pasando desde luego por las acciones del gobierno de Felipe Calderón que lanzó una presunta ofensiva militar en contra de los narcotraficantes, que se salió de control, o las complicidades de autoridades de los tres niveles de gobierno con esos grupos, como puede ejemplificarse con el caso del ex secretario de seguridad pública federal Genaro García Luna, que enfrenta un juicio en Estados Unidos, o la inacción que ha significado el pensar que la violencia es resultado únicamente de las condiciones de pobreza y la falta de oportunidades de la juventud, carne de cañón, de las organizaciones delincuenciales.
La estrategia del gobierno federal de buscar revertir la raíz del problema a través de políticas públicas de apoyo a sectores marginados es efectiva, sin duda, pero ello ocurrirá en el largo plazo, porque la magnitud de la espiral de violencia actual hace poco efectiva toda iniciativa tendiente a creer que el problema se resuelve con becas o programas de empleo, o acciones asistenciales.
El tema tiene que ver, sí, con educación y combate a la pobreza, pero la urgencia que tenemos es que a los criminales se les debe enfrentar hoy, con firmeza y sin titubeos, porque si se les combate solo con el discurso o la declaración pública, con prédicas morales o pretendida solidaridad con los jóvenes sicarios, nada se resuelve o solo se simula.
Son motivo de análisis diversos las razones que llevan a un joven a involucrarse con grupos criminales: el incentivo de vivir una existencia al límite, con dinero a raudales, camionetas de lujo, joyas, mujeres hermosas y demás “satisfactores” de esta parafernalia idealizada por las series de televisión o películas, lo mismo que la falta de efectividad de policías o militares en combatirlos, y sobre todo la impunidad reinante o la falta de un verdadero combate al lavado de dinero que dejaría de hacer rentable esta actividad y pegaría en la línea de flotación de las organizaciones criminales que verían menguadas sus ganancias y la disponibilidad de flujos de efectivo para el reclutamiento de sicarios o cubrir sobornos a autoridades.
Nuestro más grande problema radica en que pese a la decisión de hacer frente al crimen organizado el gobierno se ve rebasado por la mayor capacidad de fuego de los grupos delincuenciales y en el hecho de que muchas instancias de seguridad y de procuración de justicia han sido infiltradas por los criminales y en la práctica protegen sus movimientos y están a su servicio.
En el debate público se han puesto sobre la mesa las etiquetas que se usan para juzgar la efectividad de la estrategia de seguridad: o estamos en presencia de un Estado fallido en amplias porciones de nuestro territorio o bien hemos llegado al extremo de que en muchas de ellas opera un Narcoestado paralelo. Hoy parece que lo que sucede en México responderían a ambas clasificaciones.
Estado fallido es un término polémico, que califica de esta manera a un Estado débil en el cual el gobierno central tiene poco control práctico sobre su territorio. El término es muy ambiguo e impreciso, y es de uso reciente en la ciencia política, porque también se utiliza en el sentido de un Estado que se ha vuelto ineficaz. Es decir, que tiene control militar y policial en su territorio, pero se ve rebasado por el desafío de grupos armados que le disputan la autoridad.
De acuerdo a los cánones de la teoría del Estado y en la línea de lo reflexionado por Max Weber un Estado es funcional y aún exitoso si mantiene el monopolio en el uso legítimo de la fuerza física dentro de sus fronteras. Así, cuando no puede garantizar su propio funcionamiento o los servicios básicos a la población, por haber perdido ese monopolio de la fuerza y encontrarse incapacitado de la primera de sus obligaciones que es salvaguardar la seguridad de la sociedad, se inscribe en la categoría de Estado fallido.
Pero más allá de etiquetas, de si estamos ante un Estado fallido o ausente o se entroniza día a día un Narcoestado, el tema de la sangría que desgarra a México, las vidas perdidas, el sufrimiento de las familias, o la amenaza o la violencia de los grupos criminales en contra de quienes se dedican a la política o la actividad empresarial se multiplican y han llegado a niveles intolerables.
El flagelo de la violencia atenaza a los mexicanos y hasta hoy no se encuentran salidas.
Habrá que ver qué rumbo proponen quienes aspiran a gobernar nuestra nación y las entidades que tendrán elecciones de gobernador el próximo 2 de junio.