Quebradero

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Familias desplazadas

 

Por Javier Solórzano Zinser

 

 El crecimiento de la delincuencia organizada va aparejado con un dominio sobre las comunidades.

No es sólo un asunto territorial. Las comunidades los van aceptando en la medida en que no tienen condiciones económicas favorables que les permitan desarrollar sus vidas, están entre el miedo, la amenaza y la necesidad.

En algún sentido en el país estamos repitiendo fenómenos que se han venido desarrollando en Centroamérica.

Para muchos jóvenes no hay manera de hacerse a un lado ante la presión de los cárteles y las bandas. En países como El Salvador, Honduras y Guatemala son las propias familias las que empujan a sus hijos a dejar sus lugares de origen, porque es la única manera de evitar que acaben en la delincuencia organizada o de que sean asesinados.

A esto se suma la violencia política. Caciques y en algunos casos gobernantes presionan a los ciudadanos de diversas maneras empezando por el derecho de piso. Huyen porque no tienen otra opción para vivir. Dejar a las familias es la única salida que tienen miles de jóvenes, lo contrario significa poner en riesgo a sus propias familias ante las bandas delincuenciales y estar entre la vida y la muerte.

En diferentes comunidades del país se ha ido presentando junto con éste un proceso de  desplazamiento, el cual ha obligado a una buena cantidad de familias enteras a dejar sus hogares, ya no sólo son los jóvenes, ahora son familias enteras las que están expuestas.

Viven amenazadas bajo el riesgo sin tener manera alguna de encontrar cómo defenderse, las autoridades terminan por ser incapaces y cómplices de la acción de la delincuencia organizada. Hace poco conversamos con un padre de familia, que por obvias razones omitimos su nombre, y nos decía que las noches eran interminables en medio de las balaceras y en muchos casos con todos los integrantes de la familia durmiendo debajo de las camas.

Cada vez hay más evidencia de todo esto en la frontera norte. Muchas familias llegan a la línea tratando de cruzar o por lo menos buscando cierto cobijo en los albergues, lo que es un hecho es que no pueden seguir viviendo en sus lugares de origen.

En otros casos, las comunidades han acabado por entenderse, por decirlo de alguna manera, con la delincuencia organizada. Es un asunto de conveniencia, porque bajo las adversas condiciones económicas de un buen número de familias la relación con los cárteles les cambia en más de algún sentido sus vidas.

Entenderse con los delincuentes es una forma de sobrevivir. En la medida en que se va dando la relación las comunidades se convierten en las involuntarias bases sociales de la delincuencia. En la paradoja son los propios habitantes los que llegan a responder y hasta a defender a los cárteles.

Se va creando un vínculo con diferentes matices que convierten a las comunidades que se han definido como “base social”. No estamos ante un nuevo fenómeno, más bien estamos ante el crecimiento del fenómeno, porque entre la inseguridad y la pobreza miles de jóvenes mexicanos no tienen otra opción que asumir el papel que les está tocando jugar en medio de escenarios totalmente adversos.

En diferentes comunidades los cárteles ya no se mueven solos. Cuentan con los habitantes de éstas, lo cual les da espacios de seguridad para moverse con una mayor capacidad de maniobra. Los gobiernos lo saben y no han hecho sus tareas. Dejan pasar las cosas, porque en el fondo lo que acabó sucediendo es una convivencia-cómplice entre autoridades y delincuencia.

A estas alturas todo es posible. La presidenta municipal de Chilpancingo es uno de los casos que nos van colocando en la nueva realidad.

RESQUICIOS.

Hoy es un día muy importante en el caso de la desaparición de los normalistas de Ayotzinapa. El GIEI presentará su último informe. El grupo ha hecho una gran labor, ha sido incómodo para unos y otros. Muchas cosas no son distintas de la investigación original, lo doloroso ha sido y es no saber dónde están los estudiantes.