Por Darío Fritz
Este texto podría redactarse cada mes y comenzar así, sin agregar una coma, un punto y aparte, o una frase, y estaría vigente: han matado a un periodista.
¿Vale la pena? La pregunta flota incómoda como un barco a vela en medio de la tormenta oceánica. Se refiere a esta profesión y sus certezas. El interés, en todo caso, no debería ser únicamente ombliguista.
Sí, vale la pena, porque en cada línea, en cada frase, en cada gesto, se describe la ilusión de contar lo que alguien espera del otro lado del papel, de la pantalla, del audio, de lo que terceros relatan de boca en boca.
Sí, vale la pena, porque quien corrompe, no deja de hacerlo; quien destruye tiene un interés, quien miente se acostumbra.
Vale la pena porque los huecos que se dejan los llenan influencers, arribistas o propagandistas del poder.
Vale la pena porque nadie se puede dar por desentendido cuando le contaron que el manipulador reclama el voto a cambio de un cheque en blanco.
Vale la pena porque la integridad profesional es el manifiesto de confianza que firman voluntades anónimas.
Porque este mundo lo atienden perversos, crueles y ególatras.
Porque como dice el Indio Solari hay que tener los ojos ciegos bien abiertos.
Porque al crimen le devienen las condolencias impostadas y la impunidad como norma.
Porque al tigre se le puede tocar la cola pero lo más sano es mirarlo y hablarle de frente.
Porque la vida real se explica en el hoy y lo que fue, pero no habla de planes a cinco años.
Porque la mayoría de los hombres no tienen agallas para confesar anticipadamente, como bien escribieron los guionistas de Your Honor.
Porque si nos reflejamos en cada instante en que la película Spotlight da cuenta que toda historia debe confirmarse, se hace de esta profesión la razón del rigor y la dignidad.
Sí, vale la pena, porque siempre habrá ideas que llevan a enfoques, enfoques que trasuntan en historias, historias que terminan en lecturas junto a una mesa de café, sentados en el retrete o en comentarios hostiles lanzados desde redes sociales.
Vale la pena porque uno más uno en periodismo no es una progresión aritmética, sino dos, tres, siete, quince personajes y documentos que dan como resultado el equilibrio informativo que todos exigen.
Porque el buen humor brilla por ausencia, aunque el salario bajo resulta una constante y los divorcios son una consecuencia, porque la pasión hace noble la prédica, porque hay vidas humanas que merecen atención y respeto.
Vale la pena porque la injusticia es nuestro campo magnético, la paranoia el sino de la desconfianza y el insulto un desprecio al que nos acostumbramos.
Porque comenzar a escribir nos puede paralizar y terminar de hacerlo asemeja a liberación.
Porque tendemos a saber poco del mundo. El todólogo no nos habita, pero sí la versión personal de cada historia donde la objetividad acepta su capitulación.
Porque nos apasiona lo oculto, aunque pocos se toman el trabajo de revelarlo.
Porque no nos define el estado benefactor, las simpatías, ni la facilidad de acceder al personaje verborrágico, sino la originalidad de hallar lo desconocido.
Vale la pena porque hay una utopía que perseguir a la hora de escribir. La de la prosa esculpida de Andrés Rivera, la energía de Rodolfo Walsh, el bisturí de Svetlana Aleksiévich, las imágenes de Sebastião Salgao, la sofisticación de James Salter, la poesía de Ida Vitale, el estilismo de Manuel Vicent, la fluidez de Juan Villoro -los gustos siempre serán personales. Transigimos con lo que nos sale.
Vale la pena porque habitamos la tenacidad del trabajo y la disciplina. El talento es un estado de gracia.
Sí. Matan periodistas. El último caso ha sido el asesinato de Nelson Matus, en Acapulco, siete días después del hallazgo del cuerpo de Luis Martín Sánchez, en Nayarit. Pero no será el último. Nunca lo hay. El último es una opción demasiado optimista. Una regla de manual dice: 90 por ciento nos cuida nuestra propia prevención; cinco por ciento el instinto de sobrevivencia; pero el cinco por ciento restante queda librado al azar.
@DaríoFritz