Por Darío Fritz
La mujer de un mafioso italiano le recrimina con odio a su hijastra, en la tercera temporada de Godfather of Harlem, por haber enviado a la cárcel al padre que ordenó matar a su pareja, un chico negro. Al día siguiente finge dolor por la escena -la chica le devolvió el golpe con un jab a su hidalguía: las infidelidades no se le quitaban, dijo, ni con el marido en la cárcel- y promete que nunca se repetirá. La hijastra sabe que no es de confiar. Regresaba de convencer a otro capo para que la hiciera desaparecer. Ha perdido el piso y se lo hacen ver, pero la ceguera la hunde. Livia, la hosca madre de Tony Soprano, tenía lo suyo también, aunque siempre zigzagueaba con dobles discursos y miradas indignadas de anciana inocente.
Quienes están en la periferia del poder suelen ser más crueles que los propios poderosos. Al fin y al cabo tiran ideas, si pegan se llevarán los laureles en secretos y si hay consecuencias tienen más posibilidades de terminar impunes. Eso quiere hacer también Gina Baxter con su marido Jimmy en Your honor, aunque se pasa de revoluciones hasta quedarse ella al mando de la mafia de Nueva Orleans. ¿Acaso no fue Henry Kissinger un ejemplo de poder periférico sobresaliente alimentando los oídos de Nixon y Ford para fagocitar las incipientes democracias latinoamericanas de los años 70 y desatar un baño de sangre y desigualdad de la mano de militares genocidas?
Perder el piso, perder los estribos, meter la pata, forman parte de las anécdotas que hacen a nuestras vidas. Como forman parte de un mundo sin el glamour ni la estridencia de gobernante y políticos o personajes que en el mundo del entretenimiento cotizan con sus disparates verbales, nos avergonzamos con pudor de tales yerros o hacemos gala de buen humor sobre nosotros mismos. Y allí queda.
La falta de empatía que acompaña tales desatinos no tiene edad, profesión, ni género. Dos mujeres encumbradas en sus lugares de decisión lo realzaban en días recientes. Una, exdeportista y ahora funcionaria. La otra, jueza. Ambas decididas a castigar a otras mujeres con todo el peso de su sillón o su toga. La primera acusando de corrupción y deudas a las nadadoras que dejaron ver su impericia en la gestión, sin presentar pruebas y revictimizándolas por ser mujeres. La segunda, sentenciando a una chica indígena a la cárcel y a pagar costas a familiares del violador al que mató. Uso excesivo de la fuerza le indilgó en la condena por negarse a ser violada nuevamente. Madeleine Albright, canciller estadounidense, fue contundente -lo era en muchos sentidos- durante un acto de campaña presidencial de Hillary Clinton: Hay un lugar especial en el infierno para las mujeres que no se ayudan, disparó.
Como suele ocurrir en tantos casos -aquí tampoco hay géneros-, los exabruptos en política y justicia pasan fugaces y sin consecuencias. La necedad gana la batalla sobre la sensatez. Ahí siguen encumbradas la funcionaria y la magistrada –la decisión de ésta se echó atrás por una resolución ajena a ella. “Es una trampa hacer recaer sobre las mujeres la responsabilidad de cambiar el mundo o la forma de ejercer el poder», ha dicho siempre certera la filósofa y feminista española Amelia Valcárcel. Albright, que se consideraba feminista también, le daba el mayor peso a la colaboración entre hombres y mujeres para ejercer el poder. Habrá que esperar ahora quién pierde el piso entre los hombres. Seguro ya está ocurriendo.