El poder de a de veras
Por Mónica Mendoza Madrigal
Si creíamos que con la paridad sería suficiente para garantizar nuestro acceso al poder político, ha sido claro que no es así.
Cada acción, decisión y omisión política que se ha llevado a cabo tanto a nivel federal como en las entidades federativas y municipales, así lo ha evidenciado.
Las mujeres son colocadas en posiciones de representación pero sin decisión política real y sin incidencia. Solo para el ornato, solo para la impostura.
Mujeres que les permiten a ellos –los señores del poder– llenarse la boca con el discurso de una inclusión que sirve solo para la foto, porque en la práctica, en el terreno mismo donde el poder se hace real, ni estamos incluidas ni somos consideradas.
El perverso juego de los “lores” tiene reglas muy claras para ellos, por eso las acciones que realizan los “grandes señores” son repetidas por los pequeños “príncipes”, quienes tratan de imitar la escena una y mil veces: gabinetes en apariencia paritarios, congresos mitad y mitad solo en la forma y posiciones entregadas a mujeres que, o bien reafirman el poder de aquellos que ahí las colocan, o que son utilizadas para guardar las formas en un tiempo en donde no ser paritario es ser incorrecto, política y legalmente hablando.
Pero las mujeres no mandamos y ésa es la cruel verdad. Seguimos dando las “gracias” a esos caballeros que “generosamente” confiaron en nosotras y que “nos dieron la oportunidad” de ocupar este encargo que hoy desempeñamos, pasando por alto que nadie nos ha regalado nada y que el cargo que estamos desempeñando lo vamos a trabajar con creces, para encima de todo tener que demostrar que tenemos la capacidad para llevarlo a cabo.
Y en ese conformismo, muchas de las que llegan acaban cediendo al embate del poder de los “lores” porque en cada ámbito, por minúsculo que sea, hay un señor que ejerce con profunda convicción el autoritarismo y lo hace valer con los recursos de los que dispone: limitando el presupuesto a ejercer, bloqueando las iniciativas, acosando, obligando, presionando y para ser muy precisas: violentando.
Éste es el punto al que quería llegar. A decir con absoluta convicción que a todas se nos violenta de una o de otra forma porque no importa si el cargo que desempeñamos es chico, mediano o grande: es un espacio que ellos creen que les pertenece y por tanto su objetivo es bloquear nuestro desempeño para hacer evidente que no nos merecemos estar ahí porque no tenemos capacidad para ejercerlo.
Y entonces, queridas amigas, caemos en la más perversa de las trampas patriarcales: no ser sororas.
Marcela Lagarde lo dice muy bien cuando afirma que ésta “es una experiencia de las mujeres que conduce a la búsqueda de relaciones positivas y la alianza existencial y política, cuerpo a cuerpo, subjetividad a subjetividad con otras mujeres, para contribuir con acciones específicas a la eliminación social de todas formas de opresión y al apoyo mutuo para lograr el poderío genérico de todas y el empoderamiento vital de cada mujer”, señalando además que es una acción política pero también ética, que requiere correspondencia, congruencia y la profunda convicción de que la acción individual tendrá trascendencia para las posibilidades de acceso de otras que están también enfrentando las mismas restricciones para lograr sobrevivir en este mar de tiburones.
Si bien a todas nos toca enfrentar las distintas violencias y cada una sabe cuáles tolera y cuáles no, lo cierto es que cada mujer tiene sus propias circunstancias que hacen que su camino tome giros distintos a los de otras, porque las condiciones en las que su trayecto se ha conducido son distintas para cada una.
Así que la sororidad es la única estrategia de sobrevivencia en un terreno minado para que caigamos en las bombas que hagan explotar nuestra osadía. Y cuando una mujer decide no serlo, además de que está actuando con las herramientas que el patriarcado dicta, se está aislando a sí misma de la posibilidad de constituir con otras una red que pueda servirle de apoyo cuando inevitablemente le llegue el momento de que el sistema le dé la espalda.
Que no nos quepa duda. A todas nos llega el tiempo de que el sistema nos cobre la factura.
Es importante hacer esta reflexión en el cierre de un año políticamente muy fuerte: un año electoral, al que fuimos en condiciones de paridad, que incrementó las ya de por sí altas dosis de violencia política que desde siempre se han vivido pero que hoy, claramente, se recrudecieron y cuya resultante significó en algunos casos sí una mayor posibilidad de acceso –que no de distribución del poder a ejercer–, y en otros no se tradujo en mayores espacios para las mujeres, como claramente sucede en el ámbito municipal en donde en este estado y a nivel nacional hubo menos mujeres que obtuvieron el triunfo como presidentas municipales, abriendo un hueco en la base de la pirámide política que impide que se construya la representación positiva de liderazgos femeninos que transformen la visión de que las mujeres también gobernamos y lo hacemos bien.
El 2022 será de nuevo un año con elecciones en varias entidades, esta vez ya no acompañado de un proceso federal. Ojalá que para ir a ello hagamos las revisiones necesarias que coloquen en el centro del debate y el análisis nuestra forma de asumir el poder, de reproducirlo y de relacionarnos con otras políticamente. Porque si no transformamos de fondo a la política y a su praxis, seguiremos ondeando la bandera de la hipocresía con la cual se abraza una causa en apariencia, pero con la que no se es congruente.
Para ejercer el poder de a de veras necesitamos estar unidas realmente y no solo eso. Es indispensable que elevemos nuestra voz pública para fijar posturas contundentes que no dejen pasar ninguna violencia, por pequeña que ésta sea, pues ahí es en donde radica nuestra fortaleza.
Es momento de que entendamos que si seguimos simulando, sin ser realmente sororas, sin estar articuladas, sin estar estratégicamente unidas y quedándonos calladas, seguiremos siendo víctimas de la misoginia, sí. Pero también de nuestra propia ingenuidad. Y a veces, de la mezquindad.