El plebiscito se produce cuando el Gobierno se ha mostrado incapaz de procesar a los políticos corruptos del pasado, de investigar asesinatos y desapariciones, y de sancionar la alianza espuria entre políticos y actores criminales
Por Alberto J. Olvera
La consulta popular de este domingo 1 de agosto ha resultado anticlimática. Lejos de representar un avance democrático, ha puesto de manifiesto todos los vicios de un régimen híbrido como el nuestro, en el que se combinan rasgos democráticos y herencias autoritarias, salpicadas por un peculiar populismo autóctono. La consulta fracasó desde varios ángulos: el legal, al no convocar a los votantes necesarios para tornar su resultado en obligatorio (solo votó el 7% del padrón de electores); el político, al no servir como mecanismo de legitimación del actual Gobierno, que buscaba mantener viva la estrategia de culpabilización de los gobiernos anteriores por todos los desastres del presente; y el simbólico, al no producirse la supuesta conexión entre el pueblo y el líder, quien tomó la iniciativa de impulsar la consulta.
La consulta fue un galimatías desde el origen, como la ha sido la historia de la institucionalización de las formas de democracia directa en México (ver mi estudio sobre esto). Para empezar, la inclusión en la Constitución y leyes federales de formas de democracia directa (por cierto muy tardía en relación con las legislaciones estatales, que ya desde 1998 las habían introducido) preservó las absurdas limitaciones que ya hacían imprácticos estos instrumentos de participación a nivel local: de entrada, altísimas exigencias de firmas ciudadanas para activar consultas populares o proponer iniciativas populares de ley desde la ciudadanía (la Ley Federal de Consulta Popular de 2014 exige la firma de un 2% del padrón de electores); a la salida, la imposición de porcentajes altísimos de participación ciudadana para hacer válidos los resultados, que son imposibles de obtener fuera de procesos electorales normales (dicha ley exige que participe en la consulta el 37% del padrón para hacer oblogatorios sus resultados).
Es por ello que las únicas consultas y/o referéndums legalmente válidas que se han realizado en México han sido impulsadas por gobernadores o en este caso el propio presidente, no por la ciudadanía. Unas cuantas iniciativas populares de ley han llegado a congresos estatales después de largas campañas de actores de la sociedad civil, con resultados dispares.
El presidente López Obrador impulsó originalmente la realización de la primera consulta popular a nivel federal, en este caso sobre el posible enjuiciamiento de presidentes pasados, como una forma de estar (indirectamente) en la boleta en las elecciones intermedias de 2021 y participar de lleno en la campaña. Los partidos de oposición le impidieron esa jugada y le obligaron a cumplir con la ley, que indicaba de origen que estos ejercicios serían el primer domingo de agosto para no coincidir con procesos electorales normales. Pero lo que no impidieron fue que lo consultado fuera un absurdo jurídico: la pregunta original era si los ciuidadanos aceptaban que se enjuiciara a los expresidentes, desde Carlos Salinas en adelante.
Se supone, porque así está en las leyes, que los delitos cometidos por servidores públicos se persiguen de oficio. Es el deber de las autoridades constituidas investigar esas faltas y promover su sanción. Más aun cuando la llamada 4T alzó como una de sus principales banderas la lucha contra la corrupción. El triunfo de Morena en las urnas obligaba al nuevo Gobierno a perseguir legalmente a los gobernantes anteriores, pues para eso fue electo, para evitar la impunidad. Por tanto, esta materia no estaba ni está a debate, máxime que la ley dispone todos los elementos para llevar a cabo esta labor.
La necedad del presidente de impulsar la “consulta popular” fue validada por el Congreso, donde tiene mayoría, pero no pasó la aduana de la Suprema Corte de Justicia (SCJN), que no aceptó la pregunta tal como fue propuesta por López Obrador, quien quería poner los nombres de los expresidentes en la boleta. La SCJN no tuvo el valor de declarar inconstitucional la aberrante iniciativa, que fue reformulada por la propia corte en unos términos abstractos e incomprensibles para todos, de tal forma que nadie entendió que diablos se estaba consultando.
Yanina Welp y Fernando Tuesta publicaron en 2020 un libro llamado El Diablo esta en los detalles (PUCP, Lima), donde analizan los diseños legales y las experiencias de aplicación de mecanismos de democracia directa en América Latina. En todos los casos, se corrobora la intervención activa de los gobiernos para acotar, resignificar, diluir o limitar los alcances de los referéndums, plebiscitos y consultas populares. El establecimiento de las reglas, la definición de las preguntas y la ejecución misma de los mecanismos son casi siempre procesos contenciosos que rara vez dejan satisfechos a los actores y a la ciudadanía. Sin embargo, la conveniencia política y la deseabilidad normativa de la democracia directa no está en cuestión. La democracia electoral es claramente insuficiente para atender los reclamos de participación de los ciudadanos en la vida pública, por lo que diversas formas de democracia participativa y directa deben complementar a la democracia electoral (ver aquí). Lo que no puede evitarse es que los actores políticos traten de truquear, para defender sus propios intereses, el contenido y la práctica de esos formatos participativos.
México es, de los países grandes de América Latina, el que menos experiencia tiene en el ejercicio de la democracia participativa. Ello se debe a lo reciente de nuestra transición a la democracia y a la ausencia de un proyecto participativo en los actores políticos. Ningún partido ha impusado realmente la participación, y por el contrario, lo que hemos observado es la franca manipulación y la obstaculización de toda iniciativa civil en este campo. Morena como partido y López Obrador como presidente son la antítesis de un proyecto participativo. El presidencialismo absoluto postulado y practicado por López Obrador niega expresamente la necesidad de la participación de la sociedad civil en los asuntos públicos, y entiende la consulta como un mero ejercicio simbólico de ratificación de las decisiones del soberano. El presidente ha llevado esta concepción a extremos ridículos, como ha sido el caso de la “consulta” sobre la cancelación del aeropuerto de Texcoco, y como ya lo había hecho como jefe de Gobierno de la Ciudad de México en los primeros años del siglo, cuando inventó las “consultas telefónicas”.
El intento de López Obrador de usar la primera consulta popular con validez legal para mantener viva su narrativa ha implicado un uso ilegítimo de un noble instrumento de democracia directa. El mandatario quiso utilizar para fines políticos personales un mecanismo destinado a tomar decisiones trascendentes para el futuro de un país, no para recordar el pasado. Peor aún, la consulta se produce en un momento en el que el Gobierno se ha demostrado absolutamente incapaz de procesar a los políticos corruptos del pasado, de investigar las decenas de miles de asesinatos y desapariciones dejadas por las guerras intestinas del crimen organizado y las del Estado contra esos actores, y de sancionar la alianza espuria entre cientos de políticos y los actores criminales. La impunidad de políticos, de fuerzas del orden y de criminales sigue como antes, y esta continuidad es también responsabilidad de su gobierno, no solo una herencia del pasado.
El fracaso político de la consulta tiene una dimensión adicional: Morena y el Gobierno hicieron un amplio esfuerzo de movilización para llevar a votar a sus clientelas, a funcionarios públicos locales de gobiernos estatales donde Morena gobierna y a las bases del partido. Aun así solo lograron algo más de seis millones de votos. No es una cifra menor, dadas las condiciones de un ejercicio cuyo sentido escapaba a la comprensión de propios y extraños. Pero la cifra demuestra que las capacidades movilizatorias de la estructura morenista no son tan potentes como se creía. Además, una buena proporción de esa cifra la forman ciudadanos convencidos de que su voto tenía sentido.
Dado que López Obrador no aceptará su error de cálculo, ha decidido culpabilizar al INE y a los medios de la falta de participación de los ciudadanos en la consulta. Otro error: el INE hizo su trabajo a pesar de no tener recursos extraordinarios para el ejercicio. Los medios sí cubrieron el proceso, desde una perspectiva crítica, sin duda. Insistir en la asignación de culpas a terceros no funcionará como antes. Una reforma electoral que implique cambiar a los consejeros del INE y la disminución del presupuesto de la institución y de los partidos no va a ser apoyada por los partidos políticos, ni siquiera los aliados del presidente, quienes serían los principales perjudicados de una reducción de parlamentarios plurinominales y de sus prerrogativas. El espacio político de acción discrecional del presidente ha disminuido a raíz de los resultados de la elección de medio término y de esta consulta.
Para recuperar espacio sin confrontarse con sus aliados, ganando asimismo mayor legitimidad, López Obrador debería proceder a impulsar una verdadera Comisión de la Verdad, es decir, no una comisión de denuncia política, sino una que investigue los cientos de miles de crímenes y la corrupción sistémica hasta hoy impunes. Y una tal comisión no podría formarse con personeros del régimen, sino con actores de la sociedad civil dotados de autonomía política y apoyo técnico y legal. Hacer juicios sumarios a través de comisarios políticos, como se hace hoy con la prensa, no ayudará en nada a la causa de la 4T.
(Este artículo fue publicado originalmente en El País. Agradecemos a su autor su autorización para reproducirlo).